FERNANDO PESSOA – ANTOLOGIA

 

Reseña biográfica

Poeta, ensayista y traductor portugués nacido en Lisboa en 1888.
Es la figura más representativa de la poesía portuguesa del siglo XX. Sus primeros años transcurrieron en Ciudad del Cabo mientras su padrastro ocupaba el consulado de Portugal en Sudáfrica.  A los diecisiete años viajó a Lisboa, donde después de interrumpir estudios de Letras alternó el trabajo de oficinista  con su interés por la actividad literaria.
La influencia que en él ejercieron autores como Nietzsche, Milton y Shakespeare, lo llevaron a traducir parte de sus obras y a producir los primeros poemas en idioma inglés. Dirigió varias revistas  y pronto se convirtió en el propulsor del surrealismo portugués.
«Mensaje» fue su primera obra en portugués y única publicada en vida del poeta. Parte de su obra está representada por los numerosos heterónimos creados durante su vida, siendo los más importantes  Alvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro.
Falleció en Lisboa en 1935. ©


Poemas de Fernando Pessoa:

Abdicación

Ah! La angustia, la abyecta rabia, la desesperación…

Amor es lo esencial…

Autopsicografía*

Como si cada beso…

Coróname de rosas

Cosechadora

Cuando ella pasa

De: El pastor enamorado

El guardador de rebaños

El viento, el viento alto

En la gran oscilación…

Esto

He pasado toda la noche sin dormir, viendo…

Las rosas del jardín de Adonis…*

Llueve en silencio, que esta lluvia es muda…

Navidad

No quiero rosas, con tal que haya rosas…

No la que das, la flor que tú eres quiero…(*)

¡No, no digas nada!

No tengas nada en las manos…

Oda     (*)

Pierrot borracho

Poema XXIX      (**)

Reniego, lápiz partido…

Señor, serenas son…

Si alguien toca un día a tu puerta…

Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía…

Si muero pronto     (**)

Si yo pudiera morder la tierra toda

Suave, como tener madre y hermanas…

Súbita mano de algún fantasma oculto…

Tabaquería           

Tengo tanto sentimiento…

Todas las cartas de amor son ridículas…**

Todo, menos el tedio, me da tedio…

Tu voz habla amorosa…

Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río…*

Yo nunca guardé rebaños…* * 

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Abdicación

Tómame, oh noche eterna, en tus
brazos y llámame hijo.

Yo soy un rey que
voluntariamente abandoné mi
trono de ensueños y cansancios.

Mi espada, pesada en brazos
flojos, a manos viriles
y calmas entregué;
y mi cetro y corona yo los dejé
en la antecámara, hechos pedazos.

Mi cota de malla, tan inútil,
mis espuelas, de un tintineo tan fútil,
las dejé por la fría escalinata.

Desvestí la realeza, cuerpo y alma,
y regresé a la noche antigua y serena
como el paisaje al morir el día.

Versión de F. Gutiérrez

Ah! La angustia, la abyecta rabia, la desesperación…

Ah! La angustia, la abyecta rabia, la desesperación
De no yacer en mí mismo desnudo
Con ánimo de gritar, sin que sangre el seco corazón
En un último, austero alarido!

Hablo -las palabras que digo son nada más un sonido:
Sufro -Soy yo.
Ah, extraer de la música el secreto, el tono
De su alarido!

Ah, la furia -aflicción que grita en vano
Pues los gritos se tensan
Y alcanzan el silencio traído por el aire
En la noche, nada más allí!

Enero 15 de 1920

Versión de Rafael Díaz Borbón

Amor es lo esencial…

Amor es lo esencial.
Sexo, mero accidente.
Puede ser igual
O diferente.
El hombre no es un animal:
Es carne inteligente,
Aunque algunas veces enferma.

(5.4.35)
Versión de Rafael Díaz Borbón

Autopsicografía

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.

Versión de Santiago Kovadloff

Como si cada beso…

Como si cada beso
Fuera de despedida,
Cloé mía, besémonos, amando.
Tal vez ya nos toque
En el hombro la mano que llama
A la barca que no viene sino vacía;
Y que en el mismo haz
Ata lo que fuimos mutuamente
Y la ajena suma universal de la vida.

Versión de F. Gutiérrez

 

Coróname de rosas…*

Coróname de rosas,
de verdad coróname
De rosas
Rosas que al quemar
Sobre una frente queman
Demasiado Rápido!
Coróname de rosas
Y con el volátil follaje,
Que así sea.

(12.6.14)

(*)  Ricardo Reis
Versión de Rafael Díaz Borbón

 

Cosechadora

Pero no, es abstracta, es un pájaro
De sonidos en el aire del encumbrado aire,
Y su alma canta sin molestar
Porque el canto es lo que la hace cantar.

1932
Versión de Rafael Díaz Borbón

Cuando ella pasa

Sentado junto a la ventana,
A través de los cristales, empañados por la nieve,
Veo su adorable imagen, la de ella, mientras
Pasa… pasa… pasa de largo…

Sobre mí, la aflicción ha arrojado su velo:-
Una criatura menos en este mundo
Y un ángel más en el cielo.

Sentado junto a la Ventana,
A través de los cristales, empañados por la nieve,
Pienso que Veo su imagen, la de ella,
Que no pasa ahora… que no pasa de largo…

Versión de Rafael Díaz Borbón

De: el pastor enamorado

Alta en el cielo, va la luna de Primavera,
Pienso en ti y dentro de mí estás entera.
Aquí viene, por las grandes praderas, corriendo hacia mí, la leve brisa.
Pienso en ti, murmuro tu nombre; y no me siento yo: estoy feliz.
Mañana vendrás, irás conmigo a recoger flores en la pradera.
Y yo iré contigo por las praderas para verte recoger las flores.
Te veré mañana recolectando flores conmigo en las praderas,
Pues cuando vengas mañana y caminemos juntos por la pradera,
recogiendo las flores,
Se hará para mi la claridad y la verdad.

(6.7.14)
Versión de Rafael Díaz Borbón

El guardador de rebaños

Desde la ventana más alta de mi casa,
con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos, que viajan hacia la humanidad.
Y no estoy alegre ni triste.
Ése es el destino de los versos.

Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede esconder el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos.

He aquí que ya van lejos, como si fuesen en la diligencia,
y yo siento pena sin querer,
igual que un dolor en el cuerpo.

¿Quién sabe quién los leerá?
¿Quién sabe a qué manos irán?

Flor, me cogió el destino para los ojos.
Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.
Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.
Me resigno y me siento casi alegre,
casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.

¡Idos, idos de mí!
Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.
Se marchita la flor y su polvo dura siempre.
Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la
que fue suya.

Paso y me quedo, como el Universo.

(**) De heterónimo Alberto Caeiro


 

El viento, el viento alto

El viento, alto en su elemento
Me hace más solo -no me estoy
Lamentando, él se tiene que lamentar.

Es un sonido abstracto, insondable
venido del elusivo fin del mundo.
Profundo es su significado.

Me habla el todo inexistente en él,
Cómo la virtud no es un escudo, y
Cómo la mejor es estar en silencio.

(27.12.33)
Versión de Rafael Díaz Borbón

En la gran oscilación…

En la gran oscilación
Entre creer y no creer,
El corazón se trastorna
Lleno de nada saber

Y, ajeno a lo que sabía
Por no saber lo que es,
Sólo un instante le cabe
Que es el conocer la fe-

Fe que los astros conocen
Porque es la araña que está
En la tela que ellos tejen,
Y es vida que había ya.

 

 

Esto

Dicen que pretendo o miento
En cuanto escribo. No hay tal cosa.
Simplemente
Siento imaginando.
No uso las cuerdas del corazón.

Todo cuanto sueño o pierdo,
Que pronto cae o muere en mí,
Es como una terraza que mira
Hacia otra cosa más allá.
Esa cosa me arrastra.

Y así escribo en medio
De las cosas no junto a mis pies,
Libre de mi propia confusión,
preocupado por cuanto no es.
Sentir? Dejemos al lector sentir!

(? 1933)
Versión de Rafael Díaz Borbón

 

He pasado toda la noche sin dormir, viendo…

He pasado toda la noche sin dormir, viendo,
sin espacio tu figura.
Y viéndola siempre de maneras diferentes
de como ella me parece.
Hago pensamientos con el recuerdo de lo que
es ella cuando me habla,
y en cada pensamiento cambia ella de acuerdo
con su semejanza.
Amar es pensar.
Y yo casi me olvido de sentir sólo pensando en ella.
No sé bien lo que quiero, incluso de ella, y no
pienso más que en ella.
Tengo una gran distracción animada.
Cuando deseo encontrarla
casi prefiero no encontrarla,
Para no tener que dejarla luego.
No sé bien lo que quiero, ni quiero saber lo que
quiero. Quiero tan solo
Pensar en ella.
Nada le pido a nadie, ni a ella, sino pensar.

Versión de Teodoro Llorente

 


Las rosas del jardín de Adonis…*

Las rosas del jardín de Adonis
Son las que yo amo, Lydia, esas efímeras rosas
Que en el día de su nacimiento,
En ese mismo día, mueren.

La luz es eterna para ellas, pues
Nacen con el sol cuando ya ha salido, y se acaban
Antes que Apolo pudiera incluso iniciar
Su trayectoria visible.

Como ellas, déjanos hacer de nuestras vidas un día,-
Voluntariamente, Lydia, desconociendo
Que existe la noche antes y después
El poquito que perduramos

(*)  Ricardo Reis

(11.7.14)Versión de Rafael Díaz Borbón

 

 

Llueve en silencio, que esta lluvia es muda…

Llueve en silencio, que esta lluvia es muda
y no hace ruido sino con sosiego.
El cielo duerme. Cuando el alma es viuda
de algo que ignora, el sentimiento es ciego.
Llueve. De mí (de este que soy) reniego…

Tan dulce es esta lluvia de escuchar
(no parece de nubes) que parece
que no es lluvia, mas sólo un susurrar
que a sí mismo se olvida cuando crece.
Llueve. Nada apetece…

No pasa el viento, cielo no hay que sienta.
Llueve lejana e indistintamente,
como una cosa cierta que nos mienta,
como un deseo grande que nos miente.
Llueve. Nada en mí siente…

Versión de Ángel Crespo

 

 

Navidad

Un Dios ha nacido. Otros mueren. La realidad
Que no ha venido ni se ha ido: un cambio de Error.
Tenemos ahora otra Eternidad,
Y siempre lo pasado fué mejor.
Ciega, la ciencia trabaja en el inútil suelo
Loca, la Fé vive el sueño de su culto.
Un nuevo Dios es una palabra -o un nuevo sonido
No busques ni tampoco creas: todo está oculto.

(? 1922)
Versión de Rafael Díaz Borbón

No quiero rosas, con tal que haya rosas…

No quiero rosas, con tal que haya rosas.
Las quiero sólo cuando no las pueda haber.
¿Qué voy a hacer con las cosas
que cualquier mano puede coger?

No quiero la noche sino cuando la aurora
la hizo diluirse en oro y azul.
Lo que mi alma ignora
eso es lo que quiero poseer.

¿Para qué?… Si lo supiese, no haría
versos para decir que aún no lo sé.
Tengo el alma pobre y fría…
Ah, ¿con qué limosna la calentaré?…

Versión de F. Gutiérrez

 

 

No la que das, la flor que tú eres quiero…(*)

No la que das, la flor que tú eres quiero.
Por qué me niegas lo que no te pido.
Tiempo habrá de que niegues
después de que hayas dado.
flor, ¡séme flor! Si te cogiese avara
mano de infausta esfinge, tú perenne
sombra errarás absurda
tras lo que nunca diste.

(*)  Ricardo Reis

Versión de Ángel Crespo

 

¡No, no digas nada!

¡No: no digas nada!
Suponer lo que dirá
tu boca velada
es oírlo ya.

Yo oí lo mejor
de lo que dirías.
Lo que eres no viene a la flor
de las frases y los días.

Es mejor de lo que tu.
No digas nada: lo sé!
Gracia del cuerpo desnudo
que invisible se ve.

 

No tengas nada en las manos…    (*)

No tengas nada en las manos
ni una memoria en el alma,

que cuando un día en tus manos
pongan el óbolo último,

cuando las manos te abran
nada se te caiga de ellas.

¿Qué trono te quieren dar
que Atropos no te lo quite?

¿Qué laurel que no se mustie
en lo arbitrios de Minos?

¿Qué horas que no te conviertan
en la estatura de sombra

que serás cuando de noche,
estés al fin del camino?

Coge las flores, mas déjalas
caer, apenas miradas.

Al sol siéntate. Y abdica
para ser rey de ti mismo.

(*) Ricardo Reis

Versión de Ángel Crespo

 

Oda      (*)

Para ser grande, sé entero: nada
Tuyo exageres o excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
En lo mínimo que hagas,
Por eso la luna brilla toda
En cada lago, porque alta vive.

(*)  De heterónimo Ricardo Reis

 

Pierrot borracho

En las calles de la feria
de la feria desierta
sólo la luna llena
blanquea y clarea
las noches de la feria
en la noche entreabierta.
Sólo la luna alba
blanquea y clarea
la tierra calva
de abandono y alba
alegría ajena.

Ebria blanquea
como por la arena
en las calles de feria,
de la feria desierta
en la noche ya llena
de sombra entreabierta.
La luna boquea
en las calles de feria
desierta e incierta.

 

Poema XXIX      (**)

No soy igual en lo que digo y escribo.
Cambio, pero no cambio mucho.
El color de las flores no es el mismo bajo el sol
que cuando una nube pasa
o cuando entra la noche
y las flores son color de sombra.
Pero quien mira ve bien que son las mismas flores.
Por eso cuando parezco no estar de acuerdo conmigo
fijaros bien en mí:
si estaba vuelto para la derecha
me volví ahora para la izquierda,
pero soy siempre yo, asentado sobre los mismos pies.
El mismo siempre, gracias al cielo y a la tierra
y a mis ojos y oídos atentos
y a mi clara sencillez de alma.

(**) De heterónimo Alberto Caeiro

 

Reniego, lápiz partido…

Reniego, lápiz partido,
Todo cuanto deseé.
Y no soñé ser servido
De ir a donde nunca iré.

Paje embutido en harapos
Del triunfo que otros tuvieron,
Yo podré amar estos trapos
Por ser cuanto a mí me dieron.

Sabré, príncipe mendigo,
Coger, con la buena gente,
Entre el ondear del trigo
La amapola inteligente.

 



Señor, serenas son…

Señor, serenas son
Todas las horas
Que derrochamos, si en
Malgastarlas,
Como en un jarrón,
Colocamos flores.

No hay tristezas
Ni alegrías tampoco
En nuestra vida.
Luego déjanos aprender,
irreflexivamente sabios,
A no vivirla.

Sino a dejarla flotar,
Tranquila, serena,
Permitiendo que los niños
Sean nuestros profesores
y que nuestros ojos sean
Colmados por la Naturaleza.

A la orilla de la corriente,
Al borde ,de la carretera,
Cae erguida-
Siempre en el mismo
Respiro de luz
De estar vivos.

El tiempo pasa,
No nos dice nada.
Crecemos envejecidos.
Déjanos aprender, como si
irónicamente,
Nos observara partir.

Es inútil mientras
Hacemos un gesto.
No hay resistencia
Al dios cruel
Devorador sempiterno
De sus hijos.

Permítenos recoger las flores,
Permítenos humedecer
Éstas nuestras manos
En los apacibles riachuelos,
De los cuales debemos aprender
A ser apacibles como ellos.

Los girasoles siempre
Están mirando hacia el sol,
Déjanos marchar de la vida
Tranquilos, sin abrigar
Siquiera el remordimiento
De haber vivido.

(12.6.14)
Versión de Rafael Díaz Borbón

Si alguien toca un día a tu puerta…

Si alguien toca un día a tu puerta,
Diciendo que es un emisario mío
No creas, ni aunque sea yo;
Que mi vanidoso orgullo no intentaría
Tocar siquiera la puerta irreal del cielo.
Pero si, naturalmente, y sin oír
A alguien tocar, la puerta fueras a abrir
Y encontraras alguien como a la espera
De tocar, medita un poco.
Ese era Mi emisario y yo y lo que intenta
Mi orgullo que desespera
¡Abre a quién no llama a tu puerta!

 

Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía…

Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía,
Nada sería más simple.
Exactamente poseo dos fechas -la de mi nacimiento y
la de muerte.
Entre una y otra todos los días me
pertenecen.
Soy fácil de describir.
He vivido como un loco.
He amado a las cosas sin ningún sentimentalismo.
Nunca tuve un deseo que no pudiera colmar, pues nunca anduve ciego.
Incluso escuchar para mí fué nada más que un complemento del ver.
Comprendí que las cosas son reales y totalmente diferentes una de otra:
Lo comprendí con los ojos, jamás con el pensamiento.
Comprenderlo con el pensamiento hubiera sido encontrarlas
todas iguales.

Un día me sentí dormido como un niño.
Cerré los ojos y dormí.
Y, a propósito, yo era el único poeta de la Naturaleza.

Versión de Rafael Díaz Borbón

Si muero pronto     (**)

Si muero pronto,
Sin poder publicar ningún libro,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde,
Ruego, si se afligen a causa de esto,
Que no se aflijan.
Si ocurre, era lo justo.

Aunque nadie imprima mis versos,
Si fueron bellos, tendrán hermosura.
Y si son bellos, serán publicados:
Las raíces viven soterradas
Pero las flores al aire libre y a la vista.
Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo.
Si muero pronto, oigan esto:
No fui sino un niño que jugaba.
Fui idólatra como el sol y el agua,
Una religión que sólo los hombres ignoran.
Fui feliz porque no pedía nada
Ni nada busqué.
Y no encontré nada
Salvo que la palabra explicación no explica nada.

Mi deseo fue estar al sol o bajo la lluvia.
Al sol cuando había sol,
Cuando llovía bajo la lluvia
(Y nunca de otro modo),
Sentir calor y frío y viento
Y no ir más lejos.

Quise una vez, pensé que me amarían.
No me quisieron.
La única razón del desamor:
Así tenía que ser.

Me consolé en el sol y en la lluvia.

Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.

(**) De heterónimo Alberto Caeiros

Versión de Octavio Paz

Si yo pudiera morder la tierra toda…

Si yo pudiera morder la tierra toda
y sentirle el sabor sería más feliz por un momento…
Pero no siempre quiero ser feliz
es necesario ser de vez en cuando infeliz para poder ser natural…
No todo es días de sol
y la lluvia cuando falta mucho, se pide.
Por eso tomo la infelicidad con la felicidad.
Naturalmente como quien no se extraña
con que existan montañas y planicies y que haya rocas y hierbas…
Lo que es necesario es ser natural y calmado en la felicidad o en la
infelicidad.
Sentir como quien mira. Pensar como quien anda,
y cuando se ha de morir,
Recordar que el día muere y que el poniente
es bello y es bella la noche que queda.
Así es y así sea.

Versión de Teodoro Llorente

 

Suave, como tener madre y hermanas…

Suave, como tener madre y hermanas,
la tarde rica desciende…
No llueve ya, y el vasto cielo
es una gran sonrisa imperfecta…
Mi conciencia de tener conciencia de ti
es una prez,
y mi saberte sonriendo
es una flor mustia en mi pecho…

¡Ah, si fuésemos dos figuras
en una lejana vidriera!…
¡Ah, si fuésemos los dos colores
de una bandera de gloria!…
Estatua acéfala retirada a un lado,
polvorienta pila bautismal,
pendón de vencidos que tuviese escrito
en el centro este lema:
¡Victoria!»

Versión de Rafael Díaz Borbón

Súbita mano de algún fantasma oculto…

Súbita mano de algún fantasma oculto
entre los pliegues de la noche y de mi sueño
me sacude y yo despierto, y en el abandono
de la noche no diviso gesto ni bulto.

Pero un terror antiguo, que insepulto
traigo en el corazón, como de un trono
baja y se afirma mi señor y dueño
sin orden, sin meneo y sin insulto.

Y yo siento mi vida de repente
presa por una cuerda de Inconsciente
a cualquier mano nocturna que me guía.

Siento que soy nadie salvo una sombra
de un bulto que no veo y que me asombra,
y en nada existo como la tiniebla fría.

Versión de Teodoro Llorente

 

 

Tabaquería* 

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
A parte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
De mi cuarto de uno de los millones en el mundo que nadie sabe
quién es
(Y si supiesen, ¿qué sabrían?),
Dais al misterio de una calle cruzada constantemente por gente,
A una calle inaccesible a todos los pensamientos,
Real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
Con el misterio de las cosas bajo las piedras y los seres,
Con la muerte que mancha de humedad las paredes y hace
blancos los cabellos de los hombres,
Con el Destino que conduce la carroza de todo por el camino de
nada.
Estoy hoy vencido, como si supiese la verdad.
Estoy hoy lúcido, como si estuviese por morir,
Y no tuviese más hermandad con las cosas
Que la de una despedida, tornándose esta casa a este lado de la
calle
La hilera de vagones de un tren, y el silbido de una partida
Dentro de mi cabeza,
Y una sacudida de mis nervios y un chirriar de huesos al arrancar.
Estoy hoy perplejo, como quien pensó y halló y olvidó.
Estoy hoy dividido entre la lealtad que debo
A la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
Y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
Fallé en todo.
Como no hice ningún propósito, tal vez todo fuese nada.
El aprendizaje que me dieron,
Descendí por la ventana trasera de la casa.
Fui al campo con grandes propósitos.
Pero allí sólo encontré yerbas y árboles,
Y cuando había gente era igual a la otra.
Me retiro de la ventana y me siento en una silla. ¿En qué he de
pensar?
¿Qué sé yo lo que seré, yo, que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? ¡Pienso ser tanta cosa!
¡Y hay tantos que piensan ser la misma cosa que no puede haber
tantos!
¿Genio? En este momento
Cien mil cerebros se piensan en sueños genios como yo,
Y la historia no señalará, ¿quién sabe? ni a uno,
No habrá sino un muladar para tantas futuras conquistas.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay tantos locos deschavetados con
tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, ¿soy más cierto o menos cierto?
No, ni en mí…
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
No están en esta hora genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas—
Sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas—,
Y quién sabe si realizables,
¿Nunca verán la luz del sol real ni hallaran oídos de nadie?
El mundo es de quien nace para conquistarlo
Y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga
razón.
He soñado más que Napoleón.
He abrazado contra el pecho hipotético más humanidades que
Cristo.
Hice filosofías en secreto que ningún Kant escribió.
Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla,
Aunque no viva en ella;
Seré siempre el que no nació para esto,
Seré siempre sólo el que tenía cualidades;
Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie
de una pared sin puerta,
Y cantó la cantiga del Infinito en un gallinero,
Y escuchó la voz de Dios en un pozo cegado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Que me derrame la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
Su sol, su lluvia, el viento que me despeina,
Y lo demás que venga si viene o que tenga que venir, o que no
venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
Conquistamos todo el mundo antes de levantarnos de la cama;
Pero nos despertamos y él es opaco,
Nos levantamos y es ajeno,
Salimos de casa y es la tierra entera,
Más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(Come chocolates, niña;
¡Come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que la de los
chocolates.
Mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, niña sucia, come!
¡Si pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que tú
los comes!
Pero yo pienso y, al quitarles el papel plateado, que es de estaño,
Arrojo todo al suelo, como tiré la vida.)
Pero queda al menos de la amargura de lo que nunca seré
La caligrafía rápida de estos versos,
Pórtico hendido hacia lo Imposible.
Pero al menos dedico a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
Noble al menos por el gesto amplio con que arrojo
La ropa sucia que soy, sin motivo, para el decurso de las cosas,
Y me quedo en casa sin camisa.
(Tú que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
O diosa griega, concebida como estatua con vida,
O patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
O princesa de trovadores, gentilísima y colorida,
O marquesa del siglo dieciocho, escotada y distante,
O cocotte célebre del tiempo de nuestros padres,
O no sé qué moderno —no concibo bien qué—,
Todo eso, sea lo que fuera, lo que sea, si puede inspirar ¡qué
inspire!
Mi corazón es un balde vacío.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus me invoco
Me invoco a mí mismo y nada encuentro.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan.
Veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
Veo los perros que también existen,
Y todo esto me pesa como un condena al destierro,
Y todo esto es extranjero, como todo.)
Viví, estudié, amé y hasta creí,
Y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
En cada uno miro los andrajos y las llagas y la mentira,
Y pienso: tal vez nunca hayas vivido ni estudiado ni amado ni
creído
(Porque es posible hacer la realidad de todo eso sin hacer
nada de eso);
Tal vez hayas existido apenas, como un lagarto a quien cortan
la cola
Y que es cola más acá del lagarto que se retuerce.
Hice de mí lo que no supe,
Y lo que pude hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me tomaron enseguida por quien no era, y no lo desmentí, y me
perdí.
Cuando quise arrancarme la máscara,
Estaba pegada a la cara.
Cuando la arrojé y me vi en el espejo,
Ya había envejecido.
Estaba borracho, y no sabía vestir el disfraz que no me había
quitado.
Arrojé la mascara y dormí en el vestidor
Como un perro tolerado por la gerencia
Por ser inofensivo
Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.
Esencia musical de mis versos inútiles,
quién pudiera encontrarte como cosas que yo hice,
Y no quedarme siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente,
Pisoteando la conciencia de estar existiendo,
Como un tapete con el que tropieza un borracho
O la esterilla que los gitanos roban y no vale nada.
Pero el Dueño de la Tabaquería se asomó a la puerta y se quedó
en ella.
Lo miro con la incomodidad de la cabeza torcida
Y con la incomodidad de una alma que mal entiende.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero, yo dejaré versos.
Y un día morirá el letrero y también mis versos.
Después morirá la calle donde estuvo el letrero,
Y la lengua en que fueron escritos los versos.
Morirá después el planeta girante en que todo esto sucedió.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como nosotros
Continuará haciendo cosas como versos y viviendo debajo de las
cosas como letreros,
Siempre una cosa frente a otra,
Siempre una cosa tan inútil como la otra.
Siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
Siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño del
misterio de la superficie,
Siempre ésta o aquella cosa o ni una ni la otra cosa.
Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿a comprar tabaco?),
Y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me incorporo a medias enérgico, convencido, humano,
Y voy a intentar escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarro al pensar en escribirlos
Y saboreo en el cigarro la liberación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como mi camino,
Y gozo, en un momento sensitivo y adecuado,
La liberación de todas las especulaciones
Y la conciencia de que la metafísica es la consecuencia de una
indisposición.
Después me reclino en la silla
Y sigo fumando.
Seguiré fumando hasta que el Destino me lo permita.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
Tal vez sería feliz.)
Visto esto, me levanto de la silla. Me acerco a la ventana.
El hombre salió de la Tabaquería (¿guarda el cambio en el bolsillo
del pantalón?).
Ah, lo conozco: es Esteves sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta.)
Como por un instinto divino, Esteves se volvió y me vio.
Hizo una señal de adiós, le grité ¡Adiós, Esteves!, y el universo
Se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la
Tabaquería sonrió.

*Álvaro de Campos
Versión de Miguel Ángel Flores

 

 

Tengo tanto sentimiento…

Tengo tanto sentimiento
que es frecuente persuadirme
de que soy sentimental,
mas reconozco, al medirme,
que todo esto es pensamiento
que yo no sentí al final.

Tenemos, quienes vivimos,
una vida que es vivida
y otra vida que es pensada,
y la única en que existimos
es la que está dividida
entre la cierta y la errada.

Mas a cuál de verdadera
o errada el nombre conviene
nadie lo sabrá explicar;
y vivimos de manera
que la vida que uno tiene
es la que él se ha de pensar.

Versión de Ángel Crespo

 

Todas las cartas de amor son ridículas…*

Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.

Quién me diera el tiempo en que escribía
sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
sí que son
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas).

**Heterónimo A. Campos
Versión de Miguel Ángel Flores

Todo menos el tedio me da tedio…

Todo menos el tedio me da tedio.
Quiero sin tener sosiego sosegar.
Tomar la vida todos los días
Como un remedio,
De esos remedios que hay para tomar.
Tanto aspiré, tanto soñé que tanto
De tantos tantos me hizo nada en mí
Mis manos quedaron frías
Sólo de aguardar el encanto
De aquel amor que las calentara al fin.
Frías, vacías, Así.

 

Tu voz habla amorosa…

Tu voz habla amorosa…
Tan tierna habla que me olvido
de que es falsa su blanda prosa.
Mi corazón desentristece.

Sí, así como la música sugiere
lo que en la música no está,
mi corazón nada más quiere
que la melodía que en ti hay…

¿Amarme? ¿Quién lo creería? Habla
con la misma voz que nada dice
si eres una música que arrulla.
Yo oigo, ignoro, y soy feliz.

Ni hay felicidad falsa,
mientras dura es verdadera.
¿Qué importa lo que la verdad exalta
si soy feliz de esta manera?

Versión de Teodoro Llorente

Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río…*

Ven a sentarte conmigo, Lidia
a la orilla  del río.
Con sosiego miremos su curso
y aprendamos que la vida pasa,
y no estamos cogidos de la mano.
(Enlacemos las manos.)

Pensemos después, niños adultos,
que la vida pasa y no se queda,
nada deja y nunca regresa,
va hacia un mar muy lejano,
hacia el pie del Hado,
más lejos que los dioses.

Desenlacemos las manos,
que no vale la pena cansarnos.
Ya gocemos, ya no gocemos,
pasamos como el río.
Más vale que sepamos pasar
silenciosamente y sin desasosiegos.

Sin amores, ni odios, ni pasiones
que levanten la voz,
ni envidias que hagan a los ojos
moverse demasiado,
ni cuidados, porque si los tuviese
el río también correría,
y siempre acabaría en el mar.

Amémonos tranquilamente,
pensando que podríamos,
si quisiéramos,
cambiar besos y abrazos y caricias,
mas que más vale estar sentados
el uno junto al otro
oyendo correr al río y viéndolo.
Cojamos flores, cógelas tú y déjalas
en tu regazo, y que su perfume suavice
este momento en que sosegadamente
no creemos en nada,
paganos inocentes de la decadencia.

Por lo menos, si yo fuera sombra antes,
te acordarás de mí
sin que mi recuerdo te queme
o te hiera o te mueva,
porque nunca enlazamos las manos,
ni nos besamos
ni fuimos más que niños.

Y si antes que yo llevases el óbolo
al barquero sombrío,
no sufriré cuando de ti me acuerde,
a mi memoria has de ser suave
recordándote así, a la orilla del río,
pagana triste y con flores en el regazo.

*Heterónimo Ricardo Reiss

Versión de Rafael Díaz Borbón

Yo nunca guardé rebaños… * *

Yo nunca guardé rebaños,
pero es como si los guardara.
Mi alma es como un pastor,
conoce el viento y el sol
y anda de la mano de las Estaciones
siguiendo y mirando.
Toda la paz de la Naturaleza a solas
viene a sentarse a ni lado.
Pero permanezco triste, como un atardecer
para nuestra imaginación,
cuando refresca en el fondo de la planicie
y se siente que la noche ha entrado
como una mariposa por la ventana.

Pero mi tristeza es sosiego
porque es natural y justa
y es lo que debe haber en el alma
cuando piensa que ya existe
y las manos cogen flores sin darse cuenta.

Con un ruido de cencerros
más allá de la curva del camino
mis pensamientos están contentos.

Pensar molesta como andar bajo la lluvia
cuando el viento crece y parece que llueve más.

No tengo ambiciones ni deseos.
Ser poeta no es una ambición mía.
Es mi manera de estar solo.

**Heterónimo Alberto Caeiro

 

EL HACEDOR- JORGE LUIS BORGES

JORGE LUIS BORGES
EL HACEDOR
El hacedor fue publicado originalmente en 1960.
Diseño de la colección: Neslé Soulé
© María Kodama, 1995
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1972, 1975, 1979, 1980, 1981, 1984, 1986, 1987,
1990, 1993, 1994, 1996, 1997, 1998
Distribuye para Argentina: Vaccaro Sánchez
Moreno, 794 – CP 1091 Capital Federal – Buenos Aires
Interior: Distribuidora Bertrán – Av. Vélez Sarsfield, 1950
CP 1285 Capital Federal – Buenos Aires
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que
establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones
por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o
comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica,
o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de
soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
Para su mayor comodidad, pida a su proveedor habitual que le reserve las
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punto de venta, se beneficiará de un servicio más rápido, ya que nos permite lograr
una distribución de ejemplares más precisa.
ISBN: 84-487-0479-7
Depósito Legal: B-9.586-1998
Impreso en España – Printed in Spain – Abril de 1998
Impresión y encuadernación: Cayfosa
Ctra. Caldas, km 3 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)
Alianza Editorial, S.A.
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
Índice
• A Leopoldo Lugones
• El hacedor
• Dreamtigers
• Diálogo sobre un diálogo
• Las uñas
• Los espejos velados
• Argumentum ornithologicum
• El cautivo
• El simulacro
• Delia Elena San Marco
• Diálogo de muertos
• La trama
• Un problema
• Una rosa amarilla
• El testigo
• Martín Fierro
• Mutaciones
• Parábola de Cervantes y de Quijote
• Paradiso, XXXI, 108
• Parábola del palacio
• Everything and nothing
• Ragnarök
• Inferno, I, 32
• Borges y yo
• Poema de los dones
• El reloj de arena
• Ajedrez
• Los espejos
• Elvira de Alvear
• Susana Soca
• La luna
• La lluvia
• A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell
• A un viejo poeta
• El otro tigre
• Blind Pew
• Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos
• Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)
• In memoriam A.R.
• Los Borges
• A Luis de Camoens
• Mil novecientos veintitantos
• Oda compuesta en 1960
• Ariosto y los árabes
• Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona
• Lucas, XXIII
• Adrogué
• Arte poética
• Museo
􀂃 Del rigor en la ciencia
􀂃 Cuarteta
􀂃 Límites
􀂃 El poeta declara su nombradía
􀂃 El enemigo generoso
􀂃 Le regret d’Héraclite
􀂃 In memoriam J.F.K.
• Epílogo
A Leopoldo Lugones
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi
física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo
disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido
sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas
estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en
este lugar, y despues aquel otro epíteto que también define por el contorno, el «árido
camello» del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el
mismo artificio:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram
Estas reflexiones me dejan en la puerta de su despacho. Entro; cambiamos unas
cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted
no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello
no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún
verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica
deficiente le importa menos que la sana teoría.
En este punto se deshace mi sueño, como el agua en el agua. La vasta Biblioteca que
me rodea está en la calle México, no en la calle Rodríguez Peña, y usted, Lugones, se
mató a principios del 38. Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible.
Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros
tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo
afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado.
J.L.B.
Buenos Aires, 9 de agosto de 1960.
El hacedor
Nunca se había demorado en los goces de la memoria. Las impresiones resbalaban sobre
él, momentáneas y vívidas; el bermellón de un alfarero, la bóveda cargada de estrellas
que también eran dioses, la luna, de la que había caído un león, la lisura del mármol
bajo las lentas yemas sensibles, el sabor de la carne de jabalí, que le gustaba desgarrar
con dentelladas blancas y bruscas, una palabra fenicia, la sombra negra que una lanza
proyecta en la arena amarilla, la cercanía del mar o de las mujeres, el pesado vino cuya
aspereza mitigaba la miel, podían abarcar por entero el ámbito de su alma. Conocía el
terror pero también la cólera y el coraje, y una vez fue el primero en escalar un muro
enemigo. Ávido, curioso, casual, sin otra ley que la fruición y la indiferencia inmediata,
anduvo por la variada tierra y miró, en una u otra margen del mar, las ciudades de los
hombres y sus palacios. En los mercados populosos o al pie de una montaña de cumbre
incierta, en la que bien podía haber sátiros, había escuchado complicadas historias, que
recibió como recibía la realidad, sin indagar si eran verdaderas o falsas.
Gradualmente, el hermoso universo fue abandonándolo; una terca neblina le borró las
líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies.
Todo se alejaba y se confundía. Cuando supo que se estaba quedando ciego, gritó; el
pudor estoico no había sido aún inventado y Héctor podía huir sin desmedro. Ya no veré
(sintió) ni el cielo lleno de pavor mitológico, ni esta cara que los años transformarán.
Días y noches pasaron sobre esa desesperación de su carne, pero una mañana se
despertó, miró (ya sin asombro) las borrosas cosas que lo rodeaban e inexplicablemente
sintió, como quien reconoce una música o una voz, que ya le había ocurrido todo eso y
que lo había encarado con temor, pero también con júbilo, esperanza y curiosidad.
Entonces descendió a su memoria, que le pareció interminable, y logró sacar de aquel
vértigo el recuerdo perdido que relució como una moneda bajo la lluvia, acaso porque
nunca lo había mirado, salvo, quizá, en un sueño.
El recuerdo era así. Lo había injuriado otro muchacho y él había acudido a su padre y le
había contado la historia. Éste lo dejó hablar como si no escuchara o no comprendiera y
descolgó de la pared un puñal de bronce, bello y cargado de poder, que el chico había
codiciado furtivamente. Ahora lo tenía en las manos y la sorpresa de la posesión anuló
la injuria padecida, pero la voz del padre estaba diciendo: «Que alguien sepa que eres un
hombre», y había una orden en la voz. La noche cegaba los caminos; abrazado al puñal,
en el que presentía una fuerza mágica, descendió la brusca ladera que rodeaba la casa y
corrió a la orilla del mar, soñándose Ayax y Perseo y poblando de heridas y de batallas
la oscuridad salobre. El sabor preciso de aquel momento era lo que ahora buscaba; no le
importaba lo demás: las afrentas del desafío, el torpe combate, el regreso con la hoja
sangrienta.
Otro recuerdo, en el que también había una noche y una inminencia de aventura, brotó
de aquél. Una mujer, la primera que le depararon los dioses, lo había esperado en la
sombra de un hipogeo, y él la buscó por galerías que eran como redes de piedra y por
declives que se hundían en la sombra. ¿Por qué le llegaban esas memorias y por qué le
llegaban sin amargura, como una mera prefiguración del presente?
Con grave asombro comprendió. En esta noche de sus ojos mortales, a la que ahora
descendía, lo aguardaban también el amor y el riesgo, Ares y Afrodita, porque ya
adivinaba (porque ya lo cercaba) un rumor de gloria y de hexámetros, un rumor de
hombres que defienden un templo que los dioses no salvarán y de bajeles negros que
buscan por el mar una isla querida, el rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino
cantar y dejar resonando cóncavamente en la memoria humana. Sabemos estas cosas,
pero no las que sintió al descender a la última sombra.
Dreamtigers
En la infancia yo ejercí con fervor la adoración del tigre: no el tigre overo de los
camalotes del Paraná y de la confusión amazónica, sino el tigre rayado, asiático, real,
que sólo pueden afrontar los hombres de guerra, sobre un castillo encima de un elefante.
Yo solía demorarme sin fin ante una de las jaulas en el Zoológico; yo apreciaba las
vastas enciclopedias y los libros de historia natural, por el esplendor de sus tigres.
(Todavía me acuerdo de esas figuras: yo que no puedo recordar sin error la frente o la
sonrisa de una mujer.) Pasó la infancia, caducaron los tigres y su pasión, pero todavía
están en mis sueños. En esa napa sumergida o caótica siguen prevaleciendo y así:
Dormido, me distrae un sueño cualquiera y de pronto sé que es un sueño. Suelo pensar
entonces: Éste es un sueño, una pura diversión de mi voluntad, y ya que tengo un
ilimitado poder, voy a causar un tigre.
¡Oh, incompetencia! Nunca mis sueños saben engendrar la apetecida fiera. Aparece el
tigre, eso sí, pero disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un
tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro.
Diálogo sobre un diálogo
A. —Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin
encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más
convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es
inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que
morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba
con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba
infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas
personas, porque les mintieron que es vieja… Yo le propuse a Macedonio que nos
suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
Las uñas
Dóciles medias los halagan de día y zapatos de cuero claveteados los fortifican, pero los
dedos de mi pie no quieren saberlo. No les interesa otra cosa que emitir uñas: láminas
córneas, semitransparentes y elásticas, para defenderse ¿de quién? Brutos y
desconfiados como ellos solos, no dejan un segundo de preparar ese tenue armamento.
Rehusan el universo y el éxtasis para seguir elaborando sin fin unas vanas puntas, que
cercenan y vuelven a cercenar los bruscos tijerazos de Solingen. A los noventa días
crepusculares de encierro prenatal establecieron esa única industria. Cuando yo esté
guardado en la Recoleta, en una casa de color ceniciento provista de flores secas y de
talismanes, continuarán su terco trabajo, hasta que los modere la corrupción. Ellos, y la
barba en mi cara.
Los espejos velados
El Islam asevera que el día inapelable del juicio, todo perpetrador de la imagen de una
cosa viviente resucitará con sus obras, y le será ordenado que las anime, y fracasará, y
será entregado con ellas al fuego del castigo. Yo conocí de chico ese horror de una
duplicación o multiplicación espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos. Su
infalible y continuo funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomima
cósmica, eran sobrenaturales entonces, desde que anochecía. Uno de mis insistidos
ruegos a Dios y al ángel de mi guarda era el de no soñar con espejos. Yo sé que los
vigilaba con inquietud. Temí, unas veces, que empezaran a divergir de la realidad; otras,
ver desfigurado en ellos mi rostro por adversidades extrañas. He sabido que ese temor
está, otra vez, prodigiosamente en el mundo. La historia es harto simple, y desagradable.
Hacia 1927, conocí una chica sombría: primero por teléfono (porque Julia empezó
siendo una voz sin nombre y sin cara); después, en una esquina al atardecer. Tenía los
ojos alarmantes de grandes, el pelo renegrido y lacio, el cuerpo estricto. Era nieta y
bisnieta de federales, como yo de unitarios, y esa antigua discordia de nuestras sangres
era para nosotros un vínculo, una posesión mejor de la patria. Vivía con los suyos en un
desmantelado caserón de cielo raso altísimo, en el resentimiento y la insipidez de la
decencia pobre. De tarde —algunas contadas veces de noche— salíamos a caminar por
su barrio, que era el de Balvanera. Orillábamos el paredón del ferrocarril; por Sarmiento
llegamos una vez hasta los desmontes del Parque Centenario. Entre nosotros no hubo
amor ni ficción de amor: yo adivinaba en ella una intensidad que era del todo extraña a
la erótica, y la temía. Es común referir a las mujeres, para intimar con ellas, rasgos
verdaderos o apócrifos del pasado pueril; yo debí contarle una vez el de los espejos y
dicté así, el 1928, una alucinación que iba a florecer el 1931. Ahora, acabo de saber que
se ha enloquecido y que en su dormitorio los espejos están velados pues en ellos ve mi
reflejo, usurpando el suyo, y tiembla y calla y dice que yo la persigo mágicamente.
Aciaga servidumbre la de mi cara, la de una de mis caras antiguas. Ese odioso destino
de mis facciones tiene que hacerme odioso también, pero ya no me importa.
Argumentum ornithologicum
Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos;
no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra
el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe
cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar
la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi
nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno,
que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible;
ergo, Dios existe.
El cautivo
En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón;
se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de
los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes
que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias
y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el
desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se
dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros
se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó,
atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar,
hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que
había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron
porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día
fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que
el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y
murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro,
los padres y la casa.
El simulacro
En uno de los días de julio de 1952, el enlutado apareció en aquel pueblito del Chaco.
Era alto, flaco, aindiado, con una cara inexpresiva de opa o de máscara; la gente lo
trataba con deferencia, no por él sino por el que representaba o ya era. Eligió un rancho
cerca del río; con la ayuda de unas vecinas armó una tabla sobre dos caballetes y encima
una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas en
candeleros altos y pusieron flores alrededor. La gente no tardó en acudir. Viejas
desesperadas, chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el casco de corcho,
desfilaban ante la caja y repetían: «Mi sentido pésame, General». Éste, muy
compungido, los recibía junto a la cabecera, las manos cruzadas sobre el vientre, como
mujer encinta. Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba
con entereza y resignación: «Era el destino. Se ha hecho todo lo humanamente posible.»
Una alcancía de lata recibía la cuota de dos pesos y a muchos no les bastó venir una sola
vez.
¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un
triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su
doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una
vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra
perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el
drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer
Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o
anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para
el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología.
Delia Elena San Marco
Nos despedimos en una de las esquinas del Once.
Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la
mano.
Un río de vehículos y de gente corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde
cualquiera; cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.
Ya no nos vimos y un año después usted había muerto.
Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la
despedida trivial estaba la infinita separación.
Anoche no salí después de comer y releí, para comprender estas cosas, la última
enseñanza que Platón pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando
muere la carne.
Y ahora no sé si la verdad está en la aciaga interpretación ulterior o en la despedida
inocente.
Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.
Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos
veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo
inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.
Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos
preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges
y Delia.
Diálogo de muertos
El hombre llegó del sur de Inglaterra en un amanecer del invierno de 1877. Rojizo,
atlético y obeso, resultó inevitable que casi todos lo creyeran inglés y lo cierto es que se
parecía notablemente al arquetípico John Bull. Usaba sombrero de copa y una curiosa
manta de lana con una abertura en el medio. Un grupo de hombres, de mujeres y de
criaturas lo esperaba con ansiedad; a muchos les rayaba la garganta una línea roja, otros
no tenían cabeza y andaban con recelo y vacilación, como quien camina en la sombra.
Fueron cercando al forastero y, desde el fondo, alguno vociferó una mala palabra, pero
un terror antiguo los detenía y no se atrevieron a más. A todos se adelantó un militar de
piel cetrina y ojos como tizones; la melena revuelta y la barba lóbrega parecían comerle
la cara. Diez o doce heridas mortales le surcaban el cuerpo como las rayas en la piel de
los tigres. El forastero, al verlo, se demudó, pero luego avanzó y le tendió la mano.
—¡Qué aflicción ver a un guerrero tan expectable derribado por las armas de la perfidia!
—dijo en tono rotundo—. ¡Pero también qué íntima satisfacción haber ordenado que los
victimarios purgaran sus fechorías en el patíbulo, en la Plaza de la Victoria!
—Si habla de Santos Pérez y de los Reinafé, sepa que ya les he agradecido —dijo con
lenta gravedad el ensangrentado.
El otro lo miró como recelando una burla o una amenaza, pero Quiroga prosiguió:
—Rosas, usted no me entendió nunca. ¿Y cómo iba a entenderme, si fueron tan diversos
nuestros destinos? A usted le tocó mandar en una ciudad, que mira a Europa y que será
de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una
tierra pobre, de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de
victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son esos para el recuerdo? Yo
vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí
asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y
espadas. A usted le debo este regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en
aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán
desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha
redactado un sanjuanino de valía.
Rosas, que había recobrado su aplomo, lo miró con desdén.
—Usted es un romántico —sentenció—. El halago de la posteridad no vale mucho más
que el contemporáneo, que no vale nada y que se logra con unas cuantas divisas.
—Conozco su manera de pensar —contestó Quiroga—. En 1852, el destino, que es
generoso o que quería sondearlo hasta el fondo, le ofreció una muerte de hombre, en
una batalla. Usted se mostró indigno de ese regalo, porque la pelea y la sangre le dieron
miedo.
—¿Miedo?— repitió Rosas—. ¿Yo, que he domado potros en el Sur y después a todo
un país?
Por primera vez, Quiroga sonrió.
—Ya sé —dijo con lentitud— que usted ha ejecutado más de una lindeza a caballo,
según el testimonio imparcial de sus capataces y peones; pero en aquellos días, en
América y también a caballo, se ejecutaron otras lindezas que se llaman Chacabuco y
Junín y Palma Redonda y Caseros.
Rosas lo oyó sin inmutarse y replicó así:
—Yo no necesité ser valiente. Una lindeza mía, como usted dice, fue lograr que
hombres más valientes que yo pelearan y murieran por mí. Santos Pérez, pongo por
caso, que acabó con usted. El valor, es cuestión de aguante; unos aguantan más y otros
menos, pero tarde o temprano todos aflojan.
—Así será —dijo Quiroga—, pero yo he vivido y he muerto y hasta el día de hoy no sé
lo que es miedo. Y ahora voy a que me borren, a que me den otra cara y otro destino,
porque la historia se harta de los violentos. No sé quién será el otro, qué harán conmigo,
pero sé que no tendrá miedo.
—A mí me basta ser el que soy —dijo Rosas— y no quiero ser otro.
—También las piedras quieren ser piedras para siempre —dijo Quiroga— y durante
siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted cuando entré en
la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien, ya estamos cambiando los dos.
Pero Rosas no le hizo caso y dijo como si pensara en voz alta:
—Será que no estoy hecho a estar muerto, pero estos lugares y esta discusión me
parecen un sueño, y no un sueño soñado por mí sino por otro, que está por nacer
todavía.
No hablaron más, porque en ese momento Alguien los llamó.
La trama
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes
puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su
protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: «¡Tú también, hijo mío!»
Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos
después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros
gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta
sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): «¡Pero, che!». Lo matan y no sabe
que muere para que se repita una escena.
Un problema
Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los
paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien
Cervantes derivo el Don Quijote. En el texto leemos que el héroe (que, como es fama,
recorría los caminos de España, armado de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier
motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado
muerte a un hombre. En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o
conjeturar, cómo reacciona don Quijote.
Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada
especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de don Quijote la muerte no es menos
común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se
bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote
no logró jamás olvidar que era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias
fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo
despierta de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más
verosímil. Muerto aquel hombre, don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es
obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la
causa y don Quijote no saldrá nunca de su locura.
Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y
requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don Quijote —que ya
no es don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán— intuye ante el cadáver del
enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente
trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada
sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses
y el universo.
Una rosa amarilla
Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes
de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el
nuevo Dante, pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el
último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho
español de columnas labradas. Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que
mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías
en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre
murmura los versos inevitables que a él mismo, para hablar con sinceridad, ya lo hastían
un poco:
Púrpura del jardín, pompa del prado,
gema de primavera, ojo de abril…
Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa, como Adán pudo verla en el Paraíso,
y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras y que podemos mencionar o
aludir pero no expresar y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un
ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del
mundo, sino una cosa más agregada al mundo.
Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Dante acaso la
alcanzaron también.
El testigo
En un establo que está casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra, un hombre de ojos
grises y barba gris, tendido entre el olor de los animales, humildemente busca la muerte
como quien busca el sueño. El día, fiel a vastas leyes secretas, va desplazando y
confundiendo las sombras en el pobre recinto; afuera están las tierras aradas y un zanjón
cegado por hojas muertas y algún rastro de lobo en el barro negro donde empiezan los
bosques. El hombre duerme y sueña, olvidado. El toque de oración lo despierta. En los
reinos de Inglaterra el son de campanas ya es uno de los hábitos de la tarde, pero el
hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe
ídolo de madera recargado de monedas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de
caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá y con él morirán, y no volverán, las
últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre
cuando este sajón haya muerto.
Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden
maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía,
salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos. En el
tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y
el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando
yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo? ¿La voz de Macedonio
Fernández, la imagen de un caballo colorado en el baldío de Serrano y de Charcas, una
barra de azufre en el cajón de un escritorio de caoba?
Martín Fierro
De esta ciudad salieron ejércitos que parecían grandes y que después lo fueron por la
magnificación de la gloria. Al cabo de los años, alguno de los soldados volvió y, con un
dejo forastero, refirió historias que le habían ocurrido en lugares llamados Ituzaingó o
Ayacucho. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido.
Dos tiranías hubo aquí. Durante la primera, unos hombres, desde el pescante de un carro
que salía del mercado del Plata, pregonaron duraznos blancos y amarillos; un chico
levantó una punta de la lona que los cubría y vio cabezas unitarias con la barba
sangrienta. La segunda fue para muchos cárcel y muerte; para todos un malestar, un
sabor de oprobio en los actos de cada día, una humillación incesante. Estas cosas, ahora,
son como si no hubieran sido.
Un hombre que sabía todas las palabras miró con minucioso amor las plantas y los
pájaros de esta tierra y los definió, tal vez para siempre, y escribió con metáforas de
metales la vasta crónica de los tumultuosos ponientes y de las formas de la luna. Estas
cosas, ahora, son como si no hubieran sido.
También aquí las generaciones han conocido esas vicisitudes comunes y de algún modo
eternas que son la materia del arte. Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido,
pero en una pieza de hotel, hacia mil ochocientos sesenta y tantos, un hombre soñó una
pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo
ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta
despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez vuelve a ser,
infinitamente; los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo; el
sueño de uno es parte de la memoria de todos.
Mutaciones
En un corredor vi una flecha que indicaba una dirección y pensé que aquel símbolo
inofensivo había sido alguna vez una cosa de hierro, un proyectil inevitable y mortal,
que entró en la carne de los hombres y de los leones y nubló el sol en las Termópilas y
dio a Harald Sigurdarson, para siempre, seis pies de tierra inglesa.
Días después, alguien me mostró una fotografía de un jinete magiar; un lazo dado
vueltas rodeaba el pecho de su cabalgadura. Supe que el lazo, que antes anduvo por el
aire y sujetó a los toros del pastizal, no era sino una gala insolente del apero de los
domingos.
En el cementerio del Oeste vi una cruz rúnica, labrada en mármol rojo; los brazos eran
curvos y se ensanchaban y los rodeaba un círculo. Esa cruz apretada y limitada figuraba
la otra, de brazos libres, que a su vez figura el patíbulo en que un dios padeció, la
«máquina vil» insultada por Luciano de Samosata.
Cruz, lazo y flecha, viejos utensilios del hombre, hoy rebajados o elevados a símbolos;
no sé por qué me maravillan, cuando no hay en la tierra una sola cosa que el olvido no
borre o que la memoria no altere y cuando nadie sabe en qué imágenes lo traducirá el
porvenir.
Parábola de Cervantes y de Quijote
Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas
geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los
sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.
En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de
maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se
llamaban El Toboso o Montiel.
Vencido por la realidad, por España, don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614.
Poco tiempo lo sobrevivió Miguel de Cervantes.
Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos
mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del
siglo XVII.
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la
Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos
poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin.
Clínica Devoto, enero de 1955.
Paradiso, XXXI, 108
Diodoro Sículo refiere la historia de un dios despedazado y disperso. ¿Quién, al andar
por el crepúsculo o al trazar una fecha de su pasado, no sintió alguna vez que se había
perdido una cosa infinita?
Los hombres han perdido una cara, una cara irrecuperable, y todos querrían ser aquel
peregrino (soñado en el empíreo, bajo la Rosa) que en Roma ve el sudario de la
Verónica y murmura con fe: «Jesucristo, Dios mío, Dios verdadero ¿así era, pues, tu
cara?»
Una cara de piedra hay en un camino y una inscripción que dice: El verdadero Retrato
de la Santa Cara del Dios de Jaén; si realmente supiéramos cómo fue, sería nuestra la
clave de las parábolas y sabríamos si el hijo del carpintero fue también el Hijo de Dios.
Pablo la vio como una luz que lo derribó; Juan, como el sol cuando resplandece en su
fuerza; Teresa de Jesús, muchas veces, bañada en luz tranquila, y no pudo jamás
precisar el color de los ojos.
Perdimos esos rasgos, como puede perderse un número mágico, hecho de cifras
habituales; como se pierde para siempre una imagen en el calidoscopio. Podemos verlos
e ignorarlos. El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que
nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día,
clavaron en la cruz.
Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió,
se borró, para que Dios sea todos.
Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos
mañana.
Parábola del palacio
Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta. Fueron dejando atrás, en
largo desfile, las primeras terrazas occidentales que, como gradas de un casi inabarcable
anfiteatro, declinan hacia un paraíso o jardín cuyos espejos de metal y cuyos intrincados
cercos de enebro prefiguraban ya el laberinto. Alegremente se perdieron en él, al
principio como si condescendieran a un juego y después no sin inquietud, porque sus
rectas avenidas adolecían de una curvatura muy suave pero continua y secretamente
eran círculos. Hacia la medianoche, la observación de los planetas y el oportuno
sacrificio de una tortuga les permitieron desligarse de esa región que parecía hechizada,
pero no del sentimiento de estar perdidos, que los acompañó hasta el fin. Antecámaras y
patios y bibliotecas recorrieron después y una sala hexagonal con una clepsidra, una
mañana divisaron desde una torre un hombre de piedra, que luego se les perdió para
siempre. Muchos resplandecientes ríos atravesaron en canoas de sándalo, o un solo río
muchas veces. Pasaba el séquito imperial y la gente se prosternaba, pero un día
arribaron a una isla en que alguno no lo hizo, por no haber visto nunca al Hijo del Cielo,
y el verdugo tuvo que decapitarlo. Negras cabelleras y negras danzas y complicadas
máscaras de oro vieron con indiferencia sus ojos; lo real se confundía con lo soñado o,
mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño. Parecía imposible que la
tierra fuera otra cosa que jardines, aguas, arquitecturas y formas de esplendor. Cada cien
pasos una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de
todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la
serie.
Al pie de la penúltima torre fue que el poeta (que estaba como ajeno a los espectáculos
que eran maravilla de todos) recitó la breve composición que hoy vinculamos
indisolublemente a su nombre y que, según repiten los historiadores más elegantes, le
deparó la inmortalidad y la muerte. El texto se ha perdido; hay quien entiende que
constaba de un verso; otros, de una sola palabra. Lo cierto, lo increíble, es que en el
poema estaba entero y minucioso el palacio enorme, con cada ilustre porcelana y cada
dibujo en cada porcelana y las penumbras y las luces de los crepúsculos y cada instante
desdichado o feliz de las gloriosas dinastías de mortales, de dioses y de dragones que
habitaron en él desde el interminable pasado. Todos callaron, pero el Emperador
exclamó: «¡Me has arrebatado el palacio!» y la espada de hierro del verdugo segó la
vida del poeta.
Otros refieren de otro modo la historia. En el mundo no puede haber dos cosas iguales;
bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio,
como abolido y fulminado por la última sílaba. Tales leyendas, claro está, no pasan de
ser ficciones literarias. El poeta era esclavo del Emperador y murió como tal; su
composición cayó en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan
aún, y no encontrarán, la palabra del universo.
Everything and nothing
Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época
no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas,
no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó
que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero con el que
había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para
siempre, que un individuo no debe diferir de la especie. Alguna vez pensó que en los
libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que
hablaría un contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental
de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway,
durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente,
ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se
descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba
predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de
personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una
felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y
retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él.
Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros
héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en
lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la
admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en
el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como
aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del
ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la
descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago
dice con curiosas palabras «no soy lo que soy». La identidad fundamental de existir,
soñar y representar le inspiró pasajes famosos.
Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el
hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados
amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día
resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal,
donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que
había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser
alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los
préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que
conocemos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían
visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: «Yo,
que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo». La voz de Dios le contestó
desde un torbellino: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi
Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y
nadie».
Ragnarök
En los sueños (escribe Coleridge) las imágenes figuran las impresiones que pensamos
que causan; no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge
para explicar el horror que sentimos. Si esto es así, ¿cómo podría una mera crónica de
sus formas transmitir el estupor, la exaltación, las alarmas, la amenaza y el júbilo que
tejieron el sueño de esa noche? Ensayaré esa crónica, sin embargo; acaso el hecho de
que una sola escena integró aquel sueño borre o mitigue la dificultad esencial.
El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele
ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas.
Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Ureña, que en la vigilia ha
muerto hace muchos años. Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o de
murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó: «¡Ahí
vienen!» y después «¡Los Dioses! ¡Los Dioses!» Cuatro o cinco sujetos salieron de la
turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos aplaudimos, llorando; eran los
Dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos. Agrandados por la tarima, la
cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia adelante, recibieron con soberbia nuestro
homenaje. Uno sostenía una rama, que se conformaba, sin duda, a la sencilla botánica
de los sueños; otro, en amplio ademán, extendía una mano que era una garra; una de las
caras de Jano miraba con recelo el encorvado pico de Thoth. Tal vez excitado por
nuestros aplausos, uno, ya no sé cuál, prorrumpió en un cloqueo victorioso,
increíblemente agrio, con algo de gárgara y de silbido. Las cosas, desde aquel momento,
cambiaron.
Todo empezó por la sospecha (tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar.
Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del Islam y la
cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frentes muy bajas,
dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales publicaban la
degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a una pobreza
decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un
ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga.
Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados, ignorantes y
crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar por el miedo o la
lástima, acabarían por destruirnos.
Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente
dimos muerte a los Dioses.
Inferno, I, 32
Desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años
finales del siglo XIX, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro,
hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra con hojas
secas. No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad y el caliente placer de
despedazar y el viento con olor a venado, pero algo en él se ahogaba y se rebelaba y
Dios le habló en un sueño: «Vives y morirás en esta prisión, para que un hombre que yo
sé te mire un número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu
símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo. Padeces
cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema.» Dios, en el sueño, iluminó la rudeza
del animal y éste comprendió las razones y aceptó ese destino, pero sólo hubo en él,
cuando despertó, una oscura resignación, una valerosa ignorancia, porque la máquina
del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera.
Años después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier
otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor;
Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La
tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita,
algo que no podría recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es
harto compleja para la simplicidad de los hombres.
Borges y yo
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me
demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de
Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un
diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo
XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas
preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería
exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que
Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar
que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá
porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición.
Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de
mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su
perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas
quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre.
Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos
en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace
años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el
tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras
cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Poema de los dones
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.
El reloj de arena
Está bien que se mida con la dura
sombra que una columna en el estío
arroja o con el agua de aquel río
en que Heráclito vio nuestra locura.
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
se parecen los dos: la imponderable
sombra diurna y el curso irrevocable
del agua que prosigue su camino.
Está bien, pero el tiempo en los desiertos
otra sustancia halló, suave y pesada,
que parece haber sido imaginada
para medir el tiempo de los muertos.
Surge así el alegórico instrumento
de los grabados de los diccionarios,
la pieza que los grises anticuarios
relegarán al mundo ceniciento
del alfil desparejo, de la espada
inerme, del borroso telescopio,
del sándalo mordido por el opio,
del polvo, del azar y de la nada.
¿Quién no se ha demorado ante el severo
y tétrico instrumento que acompaña
en la diestra del dios a la guadaña
y cuyas líneas repitió Durero?
Por el ápice abierto el cono inverso
deja caer la cautelosa arena,
oro gradual que se desprende y llena
el cóncavo cristal de su universo.
Hay un agrado en observar la arcana
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana.
La arena de los ciclos es la misma
e infinita es la historia de la arena;
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma.
No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida.
En los minutos de la arena creo
sentir el tiempo cósmico: la historia
que encierra en sus espejos la memoria
o que ha disuelto el mágico Leteo.
El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón Mago, los siete pies de tierra
que el rey sajón ofrece al rey noruego,
todo lo arrastra y pierde este incansable
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
de tiempo, que es materia deleznable.
Ajedrez
I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Los espejos
Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos
sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita
y ante la superficie silenciosa
del ébano sutil cuya tersura
repite como un sueño la blancura
de un vago mármol o una vaga rosa,
hoy, al cabo de tantos y perplejos
años de errar bajo la varia luna,
me pregunto qué azar de la fortuna
hizo que yo temiera los espejos.
Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,
infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
en su vertiginosa telaraña;
a veces en la tarde los empaña
el hálito de un hombre que no ha muerto.
Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.
Todo acontece y nada se recuerda
en esos gabinetes cristalinos
donde, como fantásticos rabinos,
leemos los libros de derecha a izquierda.
Claudio, rey de una tarde, rey soñado,
no sintió que era un sueño hasta aquel día
en que un actor mimó su felonía
con arte silencioso, en un tablado.
Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos.
Dios (he dado en pensar) pone un empeño
en toda esa inasible arquitectura
que edifica la luz con la tersura
del cristal y la sombra con el sueño.
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.
Elvira de Alvear
Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza. La mañana
y el claro mediodía le mostraron,
desde su cumbre, los hermosos reinos
de la tierra. La tarde fue borrándolos.
El favor de los astros (la infinita
y ubicua red de causas) le había dado
la fortuna, que anula las distancias
como el tapiz del árabe, y confunde
deseo y posesión, y el don del verso,
que transforma las penas verdaderas
en una música, un rumor y un símbolo,
y el fervor, y en la sangre la batalla
de Ituzaingó y el peso de laureles,
y el goce de perderse en el errante
río del tiempo (río y laberinto)
y en los lentos colores de las tardes.
Todas las cosas la dejaron, menos
una. La generosa cortesía
la acompañó hasta el fin de su jornada,
más allá del delirio y del eclipse,
de un modo casi angélico. De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años,
fue la sonrisa y es también lo último.
Susana Soca
Con lento amor miraba los dispersos
colores de la tarde. Le placía
perderse en la compleja melodía
o en la curiosa vida de los versos.
No el rojo elemental sino los grises
hilaron su destino delicado,
hecho a discriminar y ejercitado
en la vacilación y en los matices.
Sin atreverse a hollar este perplejo
laberinto, atisbaba desde afuera
las formas, el tumulto y la carrera,
como aquella otra dama del espejo.
Dioses que moran más allá del ruego
la abandonaron a ese tigre, el Fuego.
La luna
Cuenta la historia que en aquel pasado
tiempo en que sucedieron tantas cosas
reales, imaginarias y dudosas,
un hombre concibió el desmesurado
proyecto de cifrar el universo
en un libro y con ímpetu infinito
erigió el alto y arduo manuscrito
y limó y declamó el último verso.
Gracias iba a rendir a la fortuna
cuando al alzar los ojos vio un bruñido
disco en el aire y comprendió, aturdido,
que se había olvidado de la luna.
La historia que he narrado aunque fingida,
bien puede figurar el maleficio
de cuantos ejercemos el oficio
de cambiar en palabras nuestra vida.
Siempre se pierde lo esencial. Es una
ley de toda palabra sobre el numen.
No la sabrá eludir este resumen
de mi largo comercio con la luna.
No sé dónde la vi por vez primera,
si en el cielo anterior de la doctrina
del griego o en la tarde que declina
sobre el patio del pozo y de la higuera.
Según se sabe, esta mudable vida
puede, entre tantas cosas, ser muy bella
y hubo así alguna tarde en que con ella
te miramos, oh luna compartida.
Más que las lunas de las noches puedo
recordar las del verso: la hechizada
Dragon moon que da horror a la balada
y la luna sangrienta de Quevedo.
De otra luna de sangre y de escarlata
habló Juan en su libro de feroces
prodigios y de júbilos atroces;
otras más claras lunas hay de plata.
Pitágoras con sangre (narra una
tradición) escribía en un espejo
y los hombres leían el reflejo
en aquel otro espejo que es la luna.
De hierro hay una selva donde mora
el alto lobo cuya extraña suerte
es derribar la luna y darle muerte
cuando enrojezca el mar la última aurora.
(Esto el Norte profético lo sabe
y también que ese día los abiertos
mares del mundo infestará la nave
que se hace con las uñas de los muertos.)
Cuando, en Ginebra o Zurich, la fortuna
quiso que yo también fuera poeta,
me impuse, como todos, la secreta
obligación de definir la luna.
Con una suerte de estudiosa pena
agotaba modestas variaciones,
bajo el vivo temor de que Lugones
ya hubiera usado el ámbar o la arena.
De lejano marfil, de humo, de fría
nieve fueron las lunas que alumbraron
versos que ciertamente no lograron
el arduo honor de la tipografía.
Pensaba que el poeta es aquel hombre
que, como el rojo Adán del Paraíso,
impone a cada cosa su preciso
y verdadero y no sabido nombre.
Ariosto me enseñó que en la dudosa
luna moran los sueños, lo inasible,
el tiempo que se pierde, lo posible
o lo imposible, que es la misma cosa.
De la Diana triforme Apolodoro
me dejó divisar la sombra mágica;
Hugo me dio una hoz que era de oro,
y un irlandés, su negra luna trágica.
Y, mientras yo sondeaba aquella mina
de las lunas de la mitología,
ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
la luna celestial de cada día.
Sé que entre todas las palabras, una
hay que recordarla o figurarla.
El secreto, a mi ver, está en usarla
con humildad. Es la palabra luna.
Ya no me atrevo a macular su pura
aparición con una imagen vana;
la veo indescifrable y cotidiana
y más allá de mi literatura.
Sé que la luna o la palabra luna
es una letra que fue creada para
la compleja escritura de esa rara
cosa que somos, numerosa y una.
Es uno de los símbolos que al hombre
da el hado o el azar para que un día
de exaltación gloriosa o de agonía
pueda escribir su verdadero nombre.
La lluvia
Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell
No rendirán de Marte las murallas
a éste, que salmos del Señor inspiran;
desde otra luz (desde otro siglo) miran
los ojos, que miraron las batallas.
La mano está en los hierros de la espada.
Por la verde región anda la guerra;
detrás de la penumbra está Inglaterra,
y el caballo y la gloria y tu jornada.
Capitán, los afanes son engaños,
vano el arnés y vana la porfía
del hombre, cuyo término es un día;
todo ha concluido hace ya muchos años.
El hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
estás (como nosotros) condenado.
A un viejo poeta
Caminas por el campo de Castilla
y casi no lo ves. Un intrincado
versículo de Juan es tu cuidado
y apenas reparaste en la amarilla
puesta del sol. La vaga luz delira
y en el confín del Este se dilata
esa luna de escarnio y de escarlata
que es acaso el espejo de la Ira.
Alzas los ojos y la miras. Una
memoria de algo que fue tuyo empieza
y se apaga. La pálida cabeza
bajas y sigues caminando triste,
sin recordar el verso que escribiste:
Y su epitafio la sangrienta luna.
El otro tigre
And the craft that createth a semblance
MORRIS: Sigurd the Volsung (1876)
Pienso en un tigre. La penumbra exalta
la vasta Biblioteca laboriosa
y parece alejar los anaqueles;
fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
él irá por su selva y su mañana
y marcará su rastro en la limosa
margen de un río cuyo nombre ignora.
(En su mundo no hay nombres ni pasado
ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
y husmeará en el trenzado laberinto
de los olores el olor del alba
y el olor deleitable del venado;
entre las rayas del bambú descifro
sus rayas y presiento la osatura
bajo la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
mares y los desiertos del planeta;
desde esta casa de un remoto puerto
de América del Sur, te sigo y sueño,
oh tigre de las márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
que el tigre vocativo de mi verso
es un tigre de símbolos y sombras,
una serie de tropos literarios
y de memorias de la enciclopedia
y no el tigre fatal, la aciaga joya
que, bajo el sol o la diversa luna,
va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
el verdadero, el de caliente sangre,
el que diezma la tribu de los búfalos
y hoy, 3 de agosto del 59,
alarga en la pradera una pausada
sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
y de conjeturar su circunstancia
lo hace ficción del arte y no criatura
viviente de las que andan por la tierra.
Un tercer tigre buscaremos. Éste
será como los otros una forma
de mi sueño, un sistema de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.
Blind Pew
Lejos del mar y de la hermosa guerra,
que así el amor lo que ha perdido alaba,
el bucanero ciego fatigaba
los terrosos caminos de Inglaterra.
Ladrado por los perros de las granjas,
pifia de los muchachos del poblado,
dormía un achacoso y agrietado
sueño en el negro polvo de las zanjas.
Sabía que en remotas playas de oro
era suyo un recóndito tesoro
y esto aliviaba su contraria suerte;
a ti también, en otras playas de oro,
te aguarda incorruptible tu tesoro:
la vasta y vaga y necesaria muerte.
Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos
Nada. Sólo el cuchillo de Muraña.
Sólo en la tarde gris la historia trunca.
No sé por qué en las tardes me acompaña
este asesino que no he visto nunca.
Palermo era más bajo. El amarillo
paredón de la cárcel dominaba
arrabal y barrial. Por esa brava
región anduvo el sórdido cuchillo.
El cuchillo. La cara se ha borrado
y de aquel mercenario cuyo austero
oficio era el coraje, no ha quedado
más que una sombra y un fulgor de acero.
Que el tiempo, que los mármoles empaña,
salve este firme nombre, Juan Muraña.
Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges
(1833-74)
Lo dejo en el caballo, en esa hora
crepuscular en que buscó la muerte;
que de todas las horas de su suerte
ésta perdure, amarga y vencedora.
Avanza por el campo la blancura
del caballo y del poncho. La paciente
muerte acecha en los rifles. Tristemente
Francisco Borges va por la llanura.
Esto que lo cercaba, la metralla,
esto que ve, la pampa desmedida,
es lo que vio y oyó toda la vida.
Está en lo cotidiano, en la batalla.
Alto lo dejo en su épico universo
y casi no tocado por el verso.
In memoriam A.R.
El vago azar o las precisas leyes
que rigen este sueño, el universo,
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.
Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno.
Si la memoria le clavó su flecha
alguna vez, labró con el violento
metal del arma el numeroso y lento
alejandrino o la afligida endecha.
En los trabajos lo asistió la humana
esperanza y fue lumbre de su vida
dar con el verso que ya no se olvida
y renovar la prosa castellana.
Más allá del Myo Cid de paso tardo
y de la grey que aspira a ser oscura,
rastreaba la fugaz literatura
hasta los arrabales del lunfardo.
En los cinco jardines del Marino
se demoró, pero algo en él había
inmortal y esencial que prefería
el arduo estudio y el deber divino.
Prefirió, mejor dicho, los jardines
de la meditación, donde Porfirio
erigió ante las sombras y el delirio
el árbol del Principio y de los Fines.
Reyes, la indescifrable Providencia
que administra lo pródigo y lo parco
nos dio a los unos el sector o el arco,
pero a ti la total circunferencia.
Lo dichoso buscabas o lo triste
que ocultan frontispicios y renombres;
como el Dios del Erígena, quisiste
ser nadie para ser todos los hombres.
Vastos y delicados esplendores
logró tu estilo, esa precisa rosa,
y a las guerras de Dios tornó gozosa
la sangre militar de tus mayores.
¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
inmóvil de la Cara o de la Mano?
¿O errará, como Swedenborg quería,
por un orbe más vívido y complejo
que el terrenal, que apenas es reflejo
de aquella alta y celeste algarabía?
Si (como los imperios de la laca
y del ébano enseñan) la memoria
labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria
otro México y otro Cuernavaca.
Sabe Dios los colores que la suerte
propone al hombre más allá del día;
yo ando por estas calles. Todavía
muy poco se me alcanza de la muerte.
Sólo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
(dondequiera que el mar lo haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras leyes.
Al impar tributemos, al diverso
las palmas y el clamor de la victoria;
no profane mi lágrima este verso
que nuestro amor inscribe a su memoria.
Los Borges
Nada o muy poco sé de mis mayores
portugueses, los Borges: vaga gente
que prosigue en mi carne, oscuramente,
sus hábitos, rigores y temores.
Tenues como si nunca hubieran sido
y ajenos a los trámites del arte,
indescifrablemente forman parte
del tiempo, de la tierra y del olvido.
Mejor así. Cumplida la faena,
son Portugal, son la famosa gente
que forzó las murallas del Oriente
y se dio al mar y al otro mar de arena.
Son el rey que en el místico desierto
se perdió y el que jura que no ha muerto.
A Luis de Camoens
Sin lástima y sin ira el tiempo mella
las heroicas espadas. Pobre y triste
a tu patria nostálgica volviste,
oh capitán, para morir en ella
y con ella. En el mágico desierto
la flor de Portugal se había perdido
y el áspero español, antes vencido,
amenazaba su costado abierto.
Quiero saber si aquende la ribera
última comprendiste humildemente
que todo lo perdido, el Occidente
y el Oriente, el acero y la bandera,
perduraría (ajeno a toda humana
mutación) en tu Eneida lusitana.
Mil novecientos veintitantos
La rueda de los astros no es infinita
y el tigre es una de las formas que vuelven,
pero nosotros, lejos del azar y de la aventura,
nos creíamos desterrados a un tiempo exhausto,
el tiempo en el que nada puede ocurrir.
El universo, el trágico universo, no estaba aquí
y fuerza era buscarlo en los ayeres;
yo tramaba una humilde mitología de tapias y cuchillos
y Ricardo pensaba en sus reseros.
No sabíamos que el porvenir encerraba el rayo,
no presentimos el oprobio, el incendio y la tremenda noche de la Alianza;
nada nos dijo que la historia argentina echaría a andar por las calles,
la historia, la indignación, el amor,
las muchedumbres como el mar, el nombre de Córdoba,
el sabor de lo real y de lo increíble, el horror y la gloria.
Oda compuesta en 1960
El claro azar o las secretas leyes
que rigen este sueño, mi destino,
quieren, oh necesaria y dulce patria
que no sin gloria y sin oprobio abarcas
ciento cincuenta laboriosos años,
que yo, la gota, hable contigo, el río,
que yo, el instante, hable contigo, el tiempo,
y que el íntimo diálogo recurra,
como es de uso, a los ritos y a la sombra
que aman los dioses y al pudor del verso.
Patria, yo te he sentido en los ruinosos
ocasos de los vastos arrabales
y en esa flor de cardo que el pampero
trae al zaguán y en la paciente lluvia
y en las lentas costumbres de los astros
y en la mano que templa una guitarra
y en la gravitación de la llanura
que desde lejos nuestra sangre siente
como el britano el mar y en los piadosos
símbolos y jarrones de una bóveda
y en el rendido amor de los jazmines
y en la plata de un marco y en el suave
roce de la caoba silenciosa
y en sabores de carnes y de frutas
y en la bandera casi azul y blanca
de un cuartel y en historias desganadas
de cuchillo y de esquina y en las tardes
iguales que se apagan y nos dejan
y en la vaga memoria complacida
de patios con esclavos que llevaban
el nombre de sus amos y en las pobres
hojas de aquellos libros para ciegos
que el fuego dispersó y en la caída
de las épicas lluvias de setiembre
que nadie olvidará, pero estas cosas
son apenas tus modos y tus símbolos.
Eres más que tu largo territorio
y que los días de tu largo tiempo,
eres más que la suma inconcebible
de tus generaciones. No sabemos
cómo eres para Dios en el viviente
seno de los eternos arquetipos,
pero por ese rostro vislumbrado
vivimos y morimos y anhelamos,
oh inseparable y misteriosa patria.
Ariosto y los árabes
Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente,
se requieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa.
Así lo pensó Ariosto, que al agrado
lento se dio, en el ocio de caminos
de claros mármoles y negros pinos,
de volver a soñar lo ya soñado.
El aire de su Italia estaba henchido
de sueños, que con formas de la guerra
que en duros siglos fatigó la tierra,
urdieron la memoria y el olvido.
Una legión que se perdió en los valles
de Aquitania cayó en una emboscada;
así nació aquel sueño de una espada
y del cuerno que clama en Roncesvalles.
Sus ídolos y ejércitos el duro
sajón sobre los huertos de Inglaterra
dilató en apretada y torpe guerra
y de esas cosas quedó un sueño: Arturo.
De las islas boreales donde un ciego
sol desdibuja el mar, llegó aquel sueño
de una virgen dormida que a su dueño
aguarda, tras un círculo de fuego.
Quién sabe si de Persia o del Parnaso
vino aquel sueño del corcel alado
que por el aire el hechicero armado
urge y que se hunde en el desierto ocaso.
Como desde el corcel del hechicero,
Ariosto vio los reinos de la tierra
surcada por las fiestas de la guerra
y del joven amor aventurero.
Como a través de tenue bruma de oro
vio en el mundo un jardín que sus confines
dilata en otros íntimos jardines
para el amor de Angélica y Medoro.
Como los ilusorios esplendores
que al Indostán deja entrever el opio,
pasan por el Furioso los amores
en un desorden de calidoscopio.
Ni el amor ignoró ni la ironía
y soñó así, de pudoroso modo,
el singular castillo en el que todo
es (como en esta vida) una falsía.
Como a todo poeta, la fortuna
o el destino le dio una suerte rara;
iba por los caminos de Ferrara
y al mismo tiempo andaba por la luna.
Escoria de los sueños, indistinto
limo que el Nilo de los sueños deja,
con ellos fue tejida la madeja
de ese resplandeciente laberinto,
de ese enorme diamante en el que un hombre
puede perderse venturosamente
por ámbitos de música indolente,
más allá de su carne y de su nombre.
Europa entera se perdió. Por obra
de aquel ingenuo y malicioso arte,
Milton pudo llorar de Brandimarte
el fin y de Dalinda la zozobra.
Europa se perdió, pero otros dones
dio el vasto sueño a la famosa gente
que habita los desiertos del Oriente
y la noche cargada de leones.
De un rey que entrega, al despuntar el día,
su reina de una noche a la implacable
cimitarra, nos cuenta el deleitable
libro que al tiempo hechiza todavía.
Alas que son la brusca noche, crueles
garras de las que pende un elefante,
magnéticas montañas cuyo amante
abrazo despedaza los bajeles,
la tierra sostenida por un toro
y el toro por un pez; abracadabras,
talismanes y místicas palabras
que en el granito abren cavernas de oro;
esto soñó la sarracena gente
que sigue las banderas de Agramante;
esto, que vagos rostros con turbante
soñaron, se adueñó del Occidente.
Y el Orlando es ahora una risueña
región que alarga inhabitadas millas
de indolentes y ociosas maravillas
que son un sueño que ya nadie sueña.
Por islámicas artes reducido
a simple erudición, a mera historia,
está solo, soñándose. (La gloria
es una de las formas del olvido.)
Por el cristal ya pálido la incierta
luz de una tarde más toca el volumen
y otra vez arden y otra se consumen
los oros que envanecen la cubierta.
En la desierta sala el silencioso
libro viaja en el tiempo. Las auroras
quedan atrás y las nocturnas horas
y mi vida, este sueño presuroso.
Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona
Al cabo de cincuenta generaciones
(tales abismos nos depara a todos el tiempo)
vuelvo en la margen ulterior de un gran río
que no alcanzaron los dragones del viking,
a las ásperas y laboriosas palabras
que, con una boca hecha polvo,
usé en los días de Nortumbria y de Mercia,
antes de ser Haslam o Borges.
El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;
mañana volverán a vivir,
mañana fyr no será fire sino esa suerte
de dios domesticado y cambiante
que a nadie le está dado mirar sin un antiguo asombro.
Alabada sea la infinita
urdimbre de los efectos y de las causas
que antes de mostrarme el espejo
en que no veré a nadie o veré a otro
me concede esta pura contemplación
de un lenguaje del alba.
Lucas, XXIII
Gentil o hebreo o simplemente un hombre
cuya cara en el tiempo se ha perdido;
ya no rescataremos del olvido
las silenciosas letras de su nombre.
Supo de la clemencia lo que puede
saber un bandolero que Judea
clava a una cruz. Del tiempo que antecede
nada alcanzamos hoy. En su tarea
última de morir crucificado,
oyó, entre los escarnios de la gente,
que el que estaba muriéndose a su lado
era Dios y le dijo ciegamente:
Acuérdate de mí cuando vinieres
a tu reino, y la voz inconcebible
que un día juzgará a todos los seres
le prometió desde la Cruz terrible
el Paraíso. Nada más dijeron
hasta que vino el fin, pero la historia
no dejará que muera la memoria
de aquella tarde en que los dos murieron.
Oh amigos, la inocencia de este amigo
de Jesucristo, ese candor que hizo
que pidiera y ganara el Paraíso
desde las ignominias del castigo,
era el que tantas veces al pecado
lo arrojó y al azar ensangrentado.
Adrogué
Nadie en la noche indescifrable tema
que yo me pierda entre las negras flores
del parque, donde tejen su sistema
propicio a los nostálgicos amores
o al ocio de las tardes, la secreta
ave que siempre un mismo canto afina,
el agua circular y la glorieta,
la vaga estatua y la dudosa ruina.
Hueca en la hueca sombra, la cochera
marca (lo sé) los trémulos confines
de este mundo de polvo y de jazmines,
grato a Verlaine y grato a Julio Herrera.
Su olor medicinal dan a la sombra
los eucaliptos: ese olor antiguo
que, más allá del tiempo y del ambiguo
lenguaje, el tiempo de las quintas nombra.
Mi paso busca y halla el esperado
umbral. Su oscuro borde la azotea
define y en el patio ajedrezado
la canilla periódica gotea.
Duermen del otro lado de las puertas
aquellos que por obra de los sueños
son en la sombra visionaria dueños
del vasto ayer y de las cosas muertas.
Cada objeto conozco de este viejo
edificio: las láminas de mica
sobre esa piedra gris que se duplica
continuamente en el borroso espejo
y la cabeza de león que muerde
una argolla y los vidrios de colores
que revelan al niño los primores
de un mundo rojo y de otro mundo verde.
Más allá del azar y de la muerte
duran, y cada cual tiene su historia,
pero todo esto ocurre en esa suerte
de cuarta dimensión, que es la memoria.
En ella y sólo en ella están ahora
los patios y jardines. El pasado
los guarda en ese círculo vedado
que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.
¿Cómo pude perder aquel preciso
orden de humildes y queridas cosas,
inaccesibles hoy como las rosas
que dio al primer Adán el Paraíso?
El antiguo estupor de la elegía
me abruma cuando pienso en esa casa
y no comprendo cómo el tiempo pasa,
yo, que soy tiempo y sangre y agonía.
Arte poética
Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.
Museo
Del rigor en la ciencia
… En aquel imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una
sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del Imperio, toda una Provincia.
Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos
levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía
puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones
Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron
a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran
despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País
no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.
SUÁREZ MIRANDA: Viajes de Varones prudentes,
libro cuarto, cap. XIV, Lérida, 1658.
Cuarteta
Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur,
muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?
Del Diván de Almotásim el Magrebí (siglo XII).
Límites
Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar,
hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
la muerte me desgasta, incesante.
De Inscripciones (Montevideo, 1923)
de JULIO PLATERO HAEDO.
El poeta declara su nombradía
El círculo del cielo mide mi gloria,
las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos,
los emires me buscan para llenarme de oro la boca,
los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia;
ojalá yo hubiera nacido muerto.
Del Diván de Abulcásim el Hadramí (siglo XII).
El enemigo generoso
Magnus Barfod, en el año 1102, emprendió la conquista general de los reinos de
Irlanda; se dice que la víspera de su muerte recibió este saludo de Muirchertach, rey en
Dublín:
Que en tus ejércitos militen el oro y la tempestad, Magnus Barfod.
Que mañana, en los campos de mi reino, sea feliz tu batalla.
Que tus manos de rey tejan terribles la tela de la espada.
Que sean alimento del cisne rojo los que se oponen a tu espada.
Que te sacien de gloria tus muchos dioses, que te sacien de sangre.
Que seas victorioso en la aurora, rey que pisas a Irlanda.
Que de tus muchos días ninguno brille como el día de mañana.
Porque ese día será el último. Te lo juro, rey Magnus.
Porque antes que se borre su luz, te venceré y te borraré, Magnus Barfod.
Del Anhang zur Heimskringla (1893),
de H. GERING.
Le regret d’Héraclite
Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
GASPAR CAMERARIUS,
en Deliciae Poetarum Borussiae, VII, 16.
In memoriam J.F.K.
Esta bala es antigua.
En 1897 la disparó contra el presidente del Uruguay un muchacho de Montevideo,
Arredondo, que había pasado largo tiempo sin ver a nadie, para que lo supieran sin
cómplices. Treinta años antes, el mismo proyectil mató a Lincoln, por obra criminal o
mágica de un actor, a quien las palabras de Shakespeare habían convertido en Marco
Bruto, asesino de César. Al promediar el siglo XVII la venganza la usó para dar muerte
a Gustavo Adolfo de Suecia, en mitad de la pública hecatombe de una batalla.
Antes, la bala fue otras cosas, porque la transmigración pitagórica no sólo es propia de
los hombres. Fue el cordón de seda que en el Oriente reciben los vizires, fue la fusilería
y las bayonetas que destrozaron a los defensores del Álamo, fue la cuchilla triangular
que segó el cuello de una reina, fue los oscuros clavos que atravesaron la carne del
Redentor y el leño de la Cruz, fue el veneno que el jefe cartaginés guardaba en una
sortija de hierro, fue la serena copa que en un atardecer bebió Sócrates.
En el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que
hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso
y frágil destino.
Epílogo
Quiera Dios que la monotonía esencial de esta miscelánea (que el tiempo ha compilado,
no yo, y que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar, porque las
escribí con otro concepto de la literatura) sea menos evidente que la diversidad
geográfica o histórica de los temas. De cuantos libros he entregado a la imprenta,
ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección,
precisamente porque abunda en reflejos y en interpolaciones. Pocas cosas me han
ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de
memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra.
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un
espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de
islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas.
Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su
cara.
J.L.B.
Buenos Aires, 31 de octubre de 1960.

EL LIBRO DE ARENA- JORGE LUIS BORGES

JORGE LUIS BORGES
EL LIBRO DE ARENA
El libro de arena fue publicado originalmente en 1975.
Diseño de la colección: Neslé Soulé
© María Kodama, 1995
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1977, 1979, 1980, 1981, 1983, 1985, 1986, 1988,
1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995, 1996, 1997, 1998
Distribuye para Argentina: Vaccaro Sánchez
Moreno, 794 – CP 1091 Capital Federal – Buenos Aires
Interior: Distribuidora Bertrán – Av. Vélez Sarsfield, 1950
CP 1285 Capital Federal – Buenos Aires
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que
establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones
por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o
comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica,
o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de
soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
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punto de venta, se beneficiará de un servicio más rápido, ya que nos permite lograr
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ISBN: 84-487-0471-1
Depósito Legal: B-9.587-1998
Impreso en España – Printed in Spain – Marzo de 1998
Impresión y encuadernación: Cayfosa
Ctra. Caldas, km 3 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)
Alianza Editorial, S.A.
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
Índice
• El otro
• Ulrica
• El Congreso
• There Are More Things
• La Secta de los Treinta
• La noche de los dones
• El espejo y la máscara
• Undr
• Utopía de un hombre que está cansado
• El soborno
• Avelino Arredondo
• El disco
• El libro de arena
• Epílogo
El otro
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo
escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la
razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y,
con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo
siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A
unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca.
El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara
en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la
tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había
sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no
mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la
primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar
(nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El
estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián
Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la
décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro.
La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también
soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos
parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un
desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú
nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el
armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches
de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de
Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con
la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y,
escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los
pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza
Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural
que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que
el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación,
mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido
engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona
que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos
dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre
murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano
izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de
un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había
muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: «Soy una
mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una
cosa tan común y corriente». Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito,
en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los
gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás
clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de
tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia… Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un
dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires,
hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro
pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre
Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día
que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la
del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin
embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho,
más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las
manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin
vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma
eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph
Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se
titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén
Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por
ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos
los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los
afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y
parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre
de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge,
somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases
memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en
la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del
sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados.
Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir
a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas
nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra
imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el
correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años
después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de
edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de
más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio
anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí
bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L’hydre — univers tordant son corps écaillé d’astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente
palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt
Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema
gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea
lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado
distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el
diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto
anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su
inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le
dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón
Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien… ahora, me
das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de
los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y
el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes
fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata
hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que
nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a
venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color
amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica.
Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y
fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el
recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible
fecha en el dólar.
Ulrica
Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal
theira bert.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo
cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario
es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis.
Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca)
en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York,
esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el
hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las
murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
—Soy feminista —dijo—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco
y su alcohol.
La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba.
Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece
a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron
que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
—No es la primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo
o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave
plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de
rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo
misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro
en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un
inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas
las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá.
Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
—¿Qué es ser colombiano?
—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser noruega —asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al
comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana.
No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar
sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
—A mí también. Podemos salir juntos los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le
propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba
enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que
era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que
las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo,
hacia Edimburgo.
—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su
Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo
buscándola.
—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es
mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera.
El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y
en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y
que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para
esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo
dormir en una pocilga.
Agregó después:
—Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy por morir —dijo ella.
La miré atónito.
—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso —replicó.
Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para
aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otárola —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le repliqué—, tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
—¿Conoces la saga? —le pregunté.
—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con
sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el
Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William
Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró
primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se
duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura.
Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la
nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos.
Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera
y última vez la imagen de Ulrica.
El Congreso
Ils s’acheminèrent vers un château immense,
au frontispice duquel on lisait: «Je
n’appartiens à personne et j’appartiens à tout
le monde. Vous y étiez avant que d’y entrer, et
vous y serez encore quand vous en sortirez».
Diderot: Jacques Le Fataliste et son Maître
(1769)
Mi nombre es Alejandro Ferri. Ecos marciales hay en él, pero ni los metales de la gloria
ni la gran sombra del macedonio —la frase es del autor de Los mármoles, cuya amistad
me honró— se parecen al modesto hombre gris que hilvana estas líneas, en el piso alto
de un hotel de la calle Santiago del Estero, en un Sur que ya no es el Sur. En cualquier
momento habré cumplido setenta y tantos años; sigo dictando clases de inglés a pocos
alumnos. Por indecisión o por negligencia o por otras razones, no me casé, y ahora
estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus
manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me
interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente
nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones. Cuando era joven, me
atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas del centro y la
serenidad. Ya no juego a ser Hamlet. Me he afiliado al partido conservador y a un club
de ajedrez, que suelo frecuentar como espectador, a veces distraído. El curioso puede
exhumar, en algún oscuro anaquel de la Biblioteca Nacional de la calle México, un
ejemplar de mi Breve examen del idioma analítico de John Wilkins, obra que exigiría
otra edición, siquiera para corregir o atenuar sus muchos errores. El nuevo director de la
Biblioteca, me dicen, es un literato que se ha consagrado al estudio de las lenguas
antiguas, como si las actuales no fueran suficientemente rudimentarias, y a la exaltación
demagógica de un imaginario Buenos Aires de cuchilleros. Nunca he querido conocerlo.
Yo arribé a esta ciudad en 1899 y una sola vez el azar me enfrentó con un cuchillero o
con un sujeto que tenía fama de tal. Más adelante, si se presenta la ocasión, contaré el
episodio.
Ya dije que estoy solo; días pasados, un vecino de pieza, que me había oído hablar de
Fermín Eguren, me dijo que éste había fallecido en Punta del Este.
La muerte de aquel hombre, que ciertamente no fue nunca mi amigo, se ha obstinado en
entristecerme. Sé que estoy solo; soy en la tierra el único guardián de aquel
acontecimiento, el Congreso, cuya memoria no podré compartir. Soy ahora el último
congresal. Es verdad que todos los hombres lo son, que no hay un ser en el planeta que
no lo sea, pero yo lo soy de otro modo. Sé que lo soy; eso me hace diverso de mis
innumerables colegas, actuales y futuros. Es verdad que el día 7 de febrero de 1904
juramos por lo más sagrado no revelar —¿habrá en la tierra algo sagrado o algo que no
lo sea?— la historia del Congreso, pero no menos cierto es que el hecho de que yo ahora
sea un perjuro es también parte del Congreso. Esta declaración es oscura, pero puede
encender la curiosidad de mis eventuales lectores.
De cualquier modo, la tarea que me he impuesto no es fácil. No he acometido nunca, ni
siquiera en su especie epistolar, el género narrativo y, lo que sin duda es harto más
grave, la historia que registraré es increíble. La pluma de José Fernández Irala, el
inmerecidamente olvidado poeta de Los mármoles, era la predestinada a esta empresa,
pero ya es tarde. No falsearé deliberadamente los hechos, pero presiento que la
haraganería y la torpeza me obligarán, más de una vez, al error.
Las precisas fechas no importan. Recordemos que vine de Santa Fe, mi provincia natal,
en 1899. No he vuelto nunca; me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me
atrae, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia. Preveo, sin mayor
interés, que pronto he de morir; debo, por consiguiente, sujetar mi hábito digresivo y
adelantar un poco la narración.
No modifican nuestra esencia los años, si es que alguna tenemos; el impulso que me
llevaría, una noche, al Congreso del Mundo fue el que me trajo, inicialmente, a la
redacción de Última Hora. Para un pobre muchacho provinciano, ser periodista puede
ser un destino romántico, así como un pobre muchacho de la capital puede imaginar que
es romántico el destino de un gaucho o de un peón de chacra. No me abochorna haber
querido ser periodista, rutina que ahora me parece trivial. Recuerdo haberle oído decir a
Fernández Irala, mi colega, que el periodista escribe para el olvido y que su anhelo era
escribir para la memoria y el tiempo. Ya había cincelado (el verbo era de uso común)
alguno de los sonetos perfectos que aparecerían después, con uno que otro leve retoque,
en las páginas de Los mármoles.
No puedo precisar la primera vez que oí hablar del Congreso. Quizá fue aquella tarde en
que el contador me pagó mi sueldo mensual y yo, para celebrar esa prueba de que
Buenos Aires me había aceptado, propuse a Irala que comiéramos juntos. Éste se
disculpó, alegando que no podía faltar al Congreso. Inmediatamente entendí que no se
refería al vanidoso edificio con una cúpula, que está en el fondo de una avenida poblada
de españoles, sino a algo más secreto y más importante. La gente hablaba del Congreso,
algunos con abierta sorna, otros bajando la voz, otros con alarma o curiosidad; todos,
creo, con ignorancia. Al cabo de unos sábados, Irala me convidó a acompañarlo. Ya
había cumplido, me confió, con los trámites necesarios.
Serían las nueve o diez de la noche. En el tranvía me dijo que las reuniones preliminares
tenían lugar los sábados y que don Alejandro Glencoe, tal vez movido por mi nombre,
ya había dado su firma. Entramos en la Confitería del Gas. Los congresales, que serían
quince o veinte, rodeaban una mesa larga; no sé si había un estrado o si la memoria lo
agrega. Reconocí en el acto al presidente, que no había visto nunca. Don Alejandro era
un señor de aire digno, ya entrado en años, con la frente despejada, los ojos grises y una
canosa barba rojiza. Siempre lo vi de levita oscura; solía apoyar en el bastón las manos
cruzadas. Era robusto y alto. A su izquierda había un hombre mucho más joven,
también de pelo rojo; su violento color sugería el fuego y el de la barba del señor
Glencoe, las hojas del otoño. A la derecha había un muchacho de cara larga y de frente
singularmente baja, trajeado como un dandy. Todos habían pedido café y uno que otro,
ajenjo. Lo que primero despertó mi atención fue la presencia de una mujer, sola entre
tantos hombres. En la otra punta de la mesa había un niño de diez años, vestido de
marinero, que no tardó en quedarse dormido. Había también un pastor protestante, dos
inequívocos judíos y un negro con pañuelo de seda y la ropa muy ajustada, a la manera
de los compadritos de las esquinas. Ante el negro y el niño había dos tazas de chocolate.
No recuerdo a los otros, salvo a un señor Marcelo del Mazo, hombre de suma cortesía y
de fino diálogo, que no volví a ver más. Conservo una borrosa y deficiente fotografía de
una de las reuniones, que no publicaré, porque la indumentaria de la época, las melenas
y los bigotes, le darían un aire burlesco y hasta menesteroso, que falsearía la escena.
Todas las agrupaciones tienden a crear su dialecto y sus ritos; el Congreso, que siempre
tuvo para mí algo de sueño, parecía querer que los congresales fueran descubriendo sin
prisa el fin que buscaba y aun los nombres y apellidos de sus colegas. No tardé en
comprender que mi obligación era no hacer preguntas y me abstuve de interrogar a
Fernández Irala, que tampoco me dijo nada. No falté un solo sábado, pero pasaron uno o
dos meses antes que yo entendiera. Desde la segunda reunión, mi vecino fue Donald
Wren, un ingeniero del Ferrocarril Sud, que me daría lecciones de inglés.
Don Alejandro hablaba muy poco; los otros no se dirigían a él, pero sentí que hablaban
para él y que buscaban su aprobación. Bastaba un ademán de la lenta mano para que el
tema del debate cambiara. Fui descubriendo poco a poco que el rojizo hombre de la
izquierda tenía el curioso nombre de Twirl. Recuerdo su aire frágil, que es atributo de
ciertas personas muy altas, como si la estatura les diera vértigo y los hiciera abovedarse.
Sus manos, lo recuerdo, solían jugar con una brújula de cobre, que a ratos dejaba en la
mesa. A fines de 1914, murió como soldado de infantería en un regimiento irlandés. El
que siempre ocupaba la derecha era el joven de frente baja, Fermín Eguren, sobrino del
presidente. Descreo de los métodos del realismo, género artificial si los hay; prefiero
revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente. Antes, quiero recordar al
lector mi situación de entonces: yo era un pobre muchacho de Casilda, hijo de
chacareros, que había llegado a Buenos Aires y que de pronto se encontraba, así la sentí,
en el íntimo centro de Buenos Aires y tal vez, quién sabe, del mundo. Medio siglo ha
pasado y sigo sintiendo aquel deslumbramiento inicial, que ciertamente no fue el
último.
He aquí los hechos; los narraré con toda brevedad. Don Alejandro Glencoe, el
presidente, era un estanciero oriental, dueño de un establecimiento de campo que
lindaba con el Brasil. Su padre, oriundo de Aberdeen, se había fijado en este continente
al promediar el siglo anterior. Trajo consigo unos cien libros, los únicos, me atrevo a
afirmar, que don Alejandro leyó en el decurso de su vida. (Hablo de estos libros
heterogéneos, que he tenido en las manos, porque en uno de ellos está la raíz de mi
historia.) El primer Glencoe, al morir, dejó una hija y un hijo, que sería después nuestro
presidente. La hija se casó con un Eguren y fue la madre de Fermín. Don Alejandro
aspiró alguna vez a ser diputado, pero los jefes políticos le cerraron las puertas del
Congreso del Uruguay. El hombre se enconó y resolvió fundar otro Congreso de más
vastos alcances. Recordó haber leído en una de las volcánicas páginas de Carlyle el
destino de aquel Anacharsis Cloots, devoto de la diosa Razón, que a la cabeza de treinta
y seis extranjeros habló como «orador del género humano» ante una asamblea de París.
Movido por su ejemplo, don Alejandro concibió el propósito de organizar un Congreso
del Mundo que representaría a todos los hombres de todas las naciones. El centro de las
reuniones preliminares era la Confitería del Gas; el acto de apertura, para el cual se
había previsto un plazo de cuatro años, tendría su sede en el establecimiento de don
Alejandro. Éste, que como tantos orientales, no era partidario de Artigas, quería a
Buenos Aires, pero había resuelto que el Congreso se reuniera en su patria.
Curiosamente, el plazo original se cumpliría con una precisión casi mágica.
Al principio cobrábamos nuestras dietas, que no eran deleznables, pero el fervor que a
todos nos encendía hizo que Fernández Irala, que era tan pobre como yo, renunciara a la
suya y lo mismo hicimos los otros. Esa medida fue benéfica, ya que sirvió para separar
la mies del rastrojo; el número de congresales disminuyó y sólo quedamos los fieles. El
único cargo rentado fue el de la Secretaria, Nora Erfjord, que carecía de otros medios de
vida y cuya labor era abrumadora. Organizar una entidad que abarca el planeta no es
una empresa baladí. Las cartas iban y venían y asimismo los telegramas. Llegaban
adhesiones del Perú, de Dinamarca y del Indostán. Un boliviano señaló que su patria
carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno
de los primeros debates.
Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de
índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como
fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante
siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro
Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a
los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están
sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las
noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para
representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia?
Fue entonces, creo, que Fermín intervino.
—Ferri está en representación de los gringos —dijo con una carcajada.
Don Alejandro lo miró con severidad y dijo sin apuro:
—El señor Ferri está en representación de los emigrantes, cuya labor está levantando el
país.
Nunca Fermín Eguren me pudo ver. Ejercía diversas soberbias: la de ser oriental, la de
ser criollo, la de atraer a todas las mujeres, la de haber elegido un sastre costoso y,
nunca sabré por qué, la de su estirpe vasca, gente que al margen de la historia no ha
hecho otra cosa que ordeñar vacas.
Un incidente de lo más trivial selló nuestras enemistades. Después de una sesión,
Eguren propuso que fuéramos a la calle Junín. El proyecto no me atraía, pero acepté,
para no exponerme a sus burlas. Fuimos con Fernández Irala. Al salir de la casa, nos
cruzamos con un hombre grandote. Eguren, que estaría un poco bebido, le dio un
empujón. El otro nos cerró el camino y nos dijo:
—El que quiera salir va a tener que pasar por este cuchillo.
Recuerdo el brillo del acero en la oscuridad del zaguán. Eguren se echó atrás, aterrado.
Yo no las tenía todas conmigo, pero mi odio pudo más que mi susto. Me llevé la mano a
la sisa, como para sacar un arma, y dije con voz firme:
—Esto lo vamos a arreglar en la calle.
El desconocido me respondió, ya con otra voz:
—Así me gustan los hombres. Yo quería probarlos, amigo.
Ahora reía afablemente.
—Lo de amigo corre por cuenta suya —le repliqué y salimos.
El hombre del cuchillo entró en el prostíbulo. Me dijeron después que se llamaba Tapia
o Paredes o algo por el estilo y que tenía fama de pendenciero. Ya en la vereda, Irala,
que se había mantenido sereno, me palmeó y declaró con énfasis:
—Entre los tres había un mosquetero. ¡Salve, d’Artagnan!
Fermín Eguren nunca me perdonó haber sido testigo de su aflojada.
Siento que ahora, y sólo ahora, empieza la historia. Las páginas ya escritas no han
registrado más que las condiciones que el azar o el destino requería para que ocurriera el
hecho increíble, acaso el único de toda mi vida. Don Alejandro Glencoe era siempre el
centro de la trama, pero gradualmente sentimos, no sin algún asombro y alarma, que el
verdadero presidente era Twirl. Este singular personaje de bigote fulgente adulaba a
Glencoe y aun a Fermín Eguren, pero de un modo tan exagerado que podía pasar por
una burla y no comprometía su dignidad. Glencoe tenía la soberbia de su vasta fortuna;
Twirl adivinó que, para imponerle un proyecto, bastaba sugerir que su costo era
demasiado oneroso. Al principio, el Congreso no había sido más, lo sospecho, que un
vago nombre; Twirl proponía continuas ampliaciones, que don Alejandro siempre
aceptaba. Era como estar en el centro de un círculo creciente, que se agranda sin fin,
alejándose. Declaró, por ejemplo, que el Congreso no podía prescindir de una biblioteca
de libros de consulta; Nierenstein, que trabajaba en una librería, fue consiguiéndonos
los atlas de Justus Perthes y diversas y extensas enciclopedias, desde la Historia
naturalis de Plinio y el Speculum de Beauvais hasta los gratos laberintos (releo estas
palabras con la voz de Fernández Irala) de los ilustres enciclopedistas franceses, de la
Britannica, de Pierre Larousse, de Brockhaus, de Larsen y de Montaner y Simón.
Recuerdo haber acariciado con reverencia los sedosos volúmenes de cierta enciclopedia
china, cuyos bien pincelados caracteres me parecieron más misteriosos que las manchas
de la piel de un leopardo. No diré todavía el fin que tuvieron y que por cierto no
lamento.
Don Alejandro nos había tomado cariño a Fernández Irala y a mí, tal vez porque éramos
los únicos que no trataban de halagarlo. Nos convidó a pasar unos días en la estancia La
Caledonia, donde ya estaban trabajando los peones albañiles.
Al cabo de una larga navegación, río arriba, y de una travesía en balsa, pisamos la otra
banda, un amanecer. Después tuvimos que hacer noche en pulperías menesterosas y que
abrir y cerrar muchas tranqueras en la Cuchilla Negra. Íbamos en una volanta; el campo
me pareció más grande y más solo que el de la chacra en que nací.
Conservo aún mis dos imágenes de la estancia: la que yo había previsto y la que mis
ojos vieron al fin. Absurdamente yo me había figurado, como en un sueño, una
combinación imposible de la llanura santafesina y del Palacio de las Aguas Corrientes;
La Caledonia era una casa larga, de adobe, con el techo de paja a dos aguas y con un
corredor de ladrillo. Me pareció construida para el rigor y para el largo tiempo. Casi una
vara de espesor tenían los toscos muros y las puertas eran angostas. A nadie se le había
ocurrido plantar un árbol. El primer sol y el último la golpeaban. Los corrales eran de
piedra; la hacienda era numerosa, flaca y guampuda; las colas arremolinadas de los
caballos alcanzaban al suelo. Por primera vez conocí el sabor del animal recién
carneado. Trajeron unas bolsas de galleta; el capataz me dijo, días después, que no había
probado pan en su vida. Irala preguntó dónde estaba el baño; don Alejandro, con un
vasto ademán, le mostró el continente. La noche era de luna; salí a dar una vuelta y lo
sorprendí, vigilado por un ñandú.
El calor, que no había mitigado la noche, era insoportable y todos ponderaban el fresco.
Las piezas eran bajas y muchas y me parecieron desmanteladas; nos destinaron una que
daba al sur, en la que había dos catres y una cómoda, con la palangana y la jarra que
eran de plata. El piso era de tierra.
Al día siguiente di con la biblioteca y con los volúmenes de Carlyle y busqué las
páginas consagradas al orador del género humano, Anacharsis Cloots, que me había
conducido a aquella mañana y a aquella soledad. Después del desayuno, idéntico a la
comida, don Alejandro nos mostró los trabajos. Hicimos una legua a caballo, entre los
descampados. Irala, cuya equitación era temerosa, sufrió un percance; el capataz
observó sin una sonrisa:
—El porteño sabe apearse muy bien.
Desde lejos vimos la obra. Una veintena de hombres había erigido una suerte de
anfiteatro despedazado. Recuerdo unos andamios y unas gradas que dejaban entrever
espacios de cielo.
Más de una vez traté de conversar con los gauchos, pero mi empeño fracasó. De algún
modo sabían que eran distintos. Para entenderse entre ellos, usaban parcamente un
gangoso español abrasilerado. Sin duda por sus venas corrían sangre india y sangre
negra. Eran fuertes y bajos; en La Caledonia yo era un hombre alto, cosa que no me
había sucedido hasta entonces. Casi todos usaban chiripá y uno que otro, bombacha.
Poco o nada tenían en común con los dolientes personajes de Hernández o de Rafael
Obligado. Bajo el estímulo del alcohol de los sábados, eran fácilmente violentos. No
había una mujer y jamás oí una guitarra.
Más que los hombres de esa frontera me interesó el cambio total que se había operado
en don Alejandro. En Buenos Aires, era un señor afable y medido; en La Caledonia, el
severo jefe de un clan, como sus mayores. Los domingos por la mañana les leía la
Sagrada Escritura a los peones, que no entendían una sola palabra. Una noche, el
capataz, un muchacho joven, que había heredado el cargo de su padre, nos avisó que un
agregado y un peón se habían trabado a puñaladas. Don Alejandro se levantó sin mayor
apuro. Llegó a la rueda, se quitó el arma que solía cargar, se la dio al capataz, que me
pareció acobardado, y se abrió camino entre los aceros. Oí en seguida la orden:
—Suelten el cuchillo, muchachos.
Con la misma voz tranquila agregó:
—Ahora se dan la mano y se portan bien. No quiero barullos aquí.
Los dos obedecieron. Al otro día supe que don Alejandro lo había despedido al capataz.
Sentí que la soledad me cercaba. Temí no volver nunca a Buenos Aires. No sé si
Fernández Irala compartió ese temor, pero hablábamos mucho de la Argentina y de lo
que haríamos a la vuelta. Extrañaba los leones de un portón de la calle Jujuy, cerca de la
plaza del Once, o la luz de cierto almacén de imprecisa topografía, no los lugares
habituales. Siempre fui buen jinete; me habitué a salir a caballo y a recorrer largas
distancias. Todavía me acuerdo de aquel moro que yo solía ensillar y que ya habrá
muerto. Acaso alguna tarde o alguna noche estuve en el Brasil, porque la frontera no era
otra cosa que una línea trazada por mojones.
Había aprendido a no contar los días cuando, al cabo de un día como los otros, don
Alejandro nos advirtió:
—Ahora nos vamos a acostar. Mañana salimos con la fresca.
Ya río abajo me sentí tan feliz que pude pensar con cariño en La Caledonia.
Reanudamos la reunión de los sábados. En la primera, Twirl pidió la palabra. Dijo, con
las habituales flores retóricas, que la biblioteca del Congreso del Mundo no podía
reducirse a libros de consulta y que las obras clásicas de todas las naciones y lenguas
eran un verdadero testimonio que no podíamos ignorar sin peligro. La ponencia fue
aprobada en el acto; Fernández Irala y el doctor Cruz, que era profesor de latín,
aceptaron la misión de elegir los textos necesarios. Twirl ya había hablado del asunto
con Nierenstein.
En aquel tiempo no había un solo argentino cuya Utopía no fuera la ciudad de París.
Quizá el más impaciente de nosotros era Fermín Eguren: lo seguía Fernández Irala, por
razones harto distintas. Para el poeta de Los mármoles, París era Verlaine y Leconte de
Lisle; para Eguren, una continuación mejorada de la calle Junín. Se había entendido, lo
sospecho, con Twirl. Éste, en otra reunión, discutió el idioma que usarían los
congresales y la conveniencia de que dos delegados fueran a Londres y a París, a
documentarse. Para fingir imparcialidad, propuso primero mi nombre y, tras una ligera
vacilación, el de su amigo Eguren. Don Alejandro, como siempre, asintió.
Creo haber escrito que Wren, a cambio de unas clases de italiano, me había iniciado en
el estudio del infinito idioma inglés. Prescindió, en lo posible, de la gramática y de las
oraciones fabricadas para el aprendizaje y entramos directamente en la poesía, cuyas
formas exigen la brevedad. Mi primer contacto con el lenguaje que poblaría mi vida fue
el valeroso Requiem de Stevenson; después vinieron las baladas que Percy reveló al
decoroso siglo dieciocho. Poco antes de partir para Londres conocí el deslumbramiento
de Swinburne, que me llevó a dudar, como quien comete una culpa, de la eminencia de
los alejandrinos de Irala.
Arribé a Londres a principios de enero del novecientos dos; recuerdo la caricia de la
nieve, que yo nunca había visto y que agradecí. Felizmente, no me tocó viajar con
Eguren. Me hospedé en una módica pensión a espaldas del Museo Británico, a cuya
biblioteca concurría de mañana y de tarde, en busca de un idioma que fuera digno del
Congreso del Mundo. No descuidé las lenguas universales; me asomé al esperanto —
que el Lunario sentimental califica de «equitativo, simple y económico»— y al Volapük,
que quiere explorar todas las posibilidades lingüísticas, declinando los verbos y
conjugando los sustantivos. Consideré los argumentos en pro y en contra de resucitar el
latín, cuya nostalgia no ha cesado de perdurar al cabo de los siglos. Me demoré
asimismo en el examen del idioma analítico de John Wilkins, donde la definición de
cada palabra está en las letras que la forman. Fue bajo la alta cúpula de la sala que
conocí a Beatriz.
Ésta es la historia general del Congreso del Mundo, no la de Alejandro Ferri, la mía,
pero la primera abarca a la última, como a todas las otras. Beatriz era alta, esbelta, de
rasgos puros y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la
del oblicuo Twirl. No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los
condados del norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen, como el mío,
era humilde. Ser de cepa italiana en Buenos Aires era aún desdoroso; en Londres
descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes tardamos en ser
amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era
devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie. De su boca nació la
palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el
amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que
cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos
perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo
contemplándola.
En la áspera frontera del Brasil me había acosado la nostalgia; no así en el rojo laberinto
de Londres, que me dio tantas cosas. A pesar de los pretextos que urdí para demorar la
partida, tuve que volver a fin de año; celebramos juntos la Navidad. Le prometí que don
Alejandro la invitaría a formar parte del Congreso; me replicó, de un modo vago, que le
interesaría visitar el hemisferio austral y que un primo suyo, dentista, se había radicado
en Tasmania. Beatriz no quiso ver el barco; la despedida, a su entender, era un énfasis,
una insensata fiesta de la desdicha, y ella detestaba los énfasis. Nos dijimos adiós en la
biblioteca donde nos conocimos en otro invierno. Soy un hombre cobarde; no le dejé mi
dirección, para eludir la angustia de esperar cartas.
He notado que los viajes de vuelta duran menos que los de ida, pero la travesía del
Atlántico, pesada de recuerdos y de zozobras, me pareció muy larga. Nada me dolía
tanto como pensar que paralelamente a mi vida Beatriz iría viviendo la suya, minuto por
minuto y noche por noche. Escribí una carta de muchas páginas, que rompí al zarpar de
Montevideo. Arribé a la patria un día jueves; Irala me esperaba en la dársena. Volví a
mi antiguo alojamiento en la calle Chile; aquel día y el otro los pasamos hablando y
caminando. Yo quería recobrar a Buenos Aires. Fue un alivio saber que Fermín Eguren
seguía en París; el hecho de haber regresado antes que él atenuaría de algún modo mi
larga ausencia.
Irala estaba descorazonado. Fermín dilapidaba en Europa sumas desaforadas y había
desacatado más de una vez la orden de volver inmediatamente. Esto era previsible. Más
me inquietaron otras noticias; Twirl, pese a la oposición de Irala y de Cruz, había
invocado a Plinio el Joven, según el cual no hay libro tan malo que no encierre algo
bueno, y había propuesto la compra indiscriminada de colecciones de La Prensa, de tres
mil cuatrocientos ejemplares de Don Quijote, en diversos formatos, del epistolario de
Balmes, de tesis universitarias, de cuentas, de boletines y de programas de teatro. Todo
es un testimonio, había dicho. Nierenstein lo apoyó; don Alejandro, «al cabo de tres
sábados sonoros», aprobó la moción. Nora Erfjord había renunciado a su cargo de
secretaria; la reemplazaba un socio nuevo, Karlinski, que era un instrumento de Twirl.
Los desmesurados paquetes iban apilándose ahora, sin catálogo ni fichero, en las
habitaciones del fondo y en la bodega del caserón de don Alejandro. A principios de
julio, Irala había pasado una semana en La Caledonia; los albañiles habían interrumpido
el trabajo. El capataz, interrogado, explicó que así lo había dispuesto el patrón y que al
tiempo lo que le está sobrando son días.
En Londres yo había redactado un informe, que no es del caso recordar; el viernes, fui a
saludar a don Alejandro y a entregarle mi texto. Me acompañó Fernández Irala. Era la
hora de la tarde y en la casa entraba el pampero. Frente al portón de la calle Alsina
esperaba un carro con tres caballos. Me acuerdo de hombres encorvados que iban
descargando sus fardos en el último patio; Twirl, imperioso, les daba órdenes. Ahí
estaban también, como si presintieran algo, Nora Erfjord y Nierenstein y Cruz y Donald
Wren y uno o dos congresales más. Nora me abrazó y me besó y aquel abrazo y aquel
beso me recordaron otros. El negro, bonachón y feliz, me besó la mano.
En uno de los cuartos estaba abierta la cuadrada trampa del sótano; unos escalones de
material se perdían en la sombra.
Bruscamente oímos los pasos. Antes de verlo, supe que era don Alejandro el que
entraba. Casi como si corriera, llegó.
Su voz era distinta; no era la del pausado señor que presidía nuestros sábados ni la del
estanciero feudal que prohibía un duelo a cuchillo y que predicaba a sus gauchos la
palabra de Dios, pero se parecía más a la última.
Sin mirar a nadie, mandó:
—Vayan sacando todo lo amontonado ahí abajo. Que no quede un libro en el sótano.
La tarea duró casi una hora. Acumulamos en el patio de tierra una pila más alta que los
más altos. Todos íbamos y veníamos; el único que no se movió fue don Alejandro.
Después vino la orden:
—Ahora le prenden fuego a estos bultos.
Twirl estaba muy pálido. Nierenstein acertó a murmurar:
—El Congreso del Mundo no puede prescindir de esos auxiliares preciosos que he
seleccionado con tanto amor.
—¿El Congreso del Mundo? —dijo don Alejandro. Se rió con sorna y yo nunca lo había
oído reír.
Hay un misterioso placer en la destrucción; las llamaradas crepitaron resplandecientes y
los hombres nos agolpamos contra los muros o en las habitaciones. Noche, ceniza y olor
a quemado quedaron en el patio. Me acuerdo de unas hojas perdidas que se salvaron,
blancas sobre la tierra. Nora Erfjord, que profesaba por don Alejandro ese amor que las
mujeres jóvenes suelen profesar por los hombres viejos, dijo sin entender:
—Don Alejandro sabe lo que hace.
Irala, fiel a la literatura, intentó una frase:
—Cada tantos siglos hay que quemar la Biblioteca de Alejandría.
Luego nos llegó la revelación:
—Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos
acometido es tan vasta que abarca —ahora lo sé— el mundo entero. No es unos cuantos
charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del
Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo.
No hay un lugar en que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El
Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es
Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que
malgasta mi hacienda con las rameras.
No pude contenerme y lo interrumpí:
—Don Alejandro, yo también soy culpable. Yo tenía concluido el informe, que aquí le
traigo, y seguía demorándome en Inglaterra y tirando su plata, por el amor de una mujer.
Don Alejandro continuó:
—Ya me lo suponía, Ferri. El Congreso es mis toros. El Congreso es los toros que he
vendido y las leguas de campo que no son mías.
Una voz consternada se elevó; era la de Twirl.
—¿No va a decirnos que ha vendido La Caledonia?
Don Alejandro contestó sin apuro:
—Sí, la he vendido. Ya no me queda un palmo de tierra, pero mi ruina no me duele,
porque ahora entiendo. Tal vez no nos veremos más, porque el Congreso no nos precisa,
pero esta última noche saldremos todos a mirar el Congreso.
Estaba ebrio de victoria. Nos inundaron su firmeza y su fe. Nadie ni por un segundo
pensó que estuviera loco.
En la plaza tomamos un coche abierto. Yo me acomodé en el pescante, junto al cochero,
y don Alejandro ordenó:
—Maestro, vamos a recorrer la ciudad. Llévenos donde quiera.
El negro, encaramado en un estribo, no cesaba de sonreír. Nunca sabré si entendió algo.
Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero
historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan
una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y
el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me
sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de
la aurora. Casi no hablamos, mientras las ruedas y los cascos retumbaban sobre las
piedras. Antes del alba, cerca de un agua oscura y humilde, que era tal vez el
Maldonado o tal vez el Riachuelo, la alta voz de Nora Erfjord entonó la balada de
Patrick Spens y don Alejandro coreó uno que otro verso en voz baja, desafinadamente.
Las palabras inglesas no me trajeron la imagen de Beatriz. A mis espaldas Twirl
murmuró:
—He querido hacer el mal y hago el bien.
Algo de lo que entrevimos perdura —el rojizo paredón de la Recoleta, el amarillo
paredón de la cárcel, una pareja de hombres bailando en una esquina sin ochava, un
atrio ajedrezado con una verja, las barreras del tren, mi casa, un mercado, la insondable
y húmeda noche— pero ninguna de esas cosas fugaces, que acaso fueron otras, importa.
Importa haber sentido que nuestro plan, del cual más de una vez nos burlamos, existía
realmente y secretamente y era el universo y nosotros. Sin mayor esperanza, he buscado
a lo largo de los años el sabor de esa noche; alguna vez creí recuperarla en la música, en
el amor, en la incierta memoria, pero no ha vuelto, salvo una sola madrugada, en un
sueño. Cuando juramos no decir nada a nadie ya era la mañana del sábado.
No los volví a ver más, salvo a Irala. No comentamos nunca la historia; cualquier
palabra nuestra hubiera sido una profanación. En 1914, don Alejandro Glencoe murió y
fue sepultado en Montevideo. Irala ya había muerto el año anterior.
Con Nierenstein me crucé una vez en la calle Lima y fingimos no habernos visto.
There Are More Things
A la memoria de Howard P. Lovecraft
A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi
tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente.
Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos
hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que
conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin
invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la
Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para
iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas
eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la
realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante
complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que
erigimos en el piso del escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió
establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la
cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo
Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la
manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho,
agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de
Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía
un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de
Lichfield, su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos.
Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de
azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que
parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades
como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el
nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un
forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor.
Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no
lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres
de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran
esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones,
que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó
de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un
tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante
una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche
que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron,
pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el
ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias.
Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la
curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí,
sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del
láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a
referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una
flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba
era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi
tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor
William Morris.
El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante,
que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y
enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista,
dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un
largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir
habló.
—Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que
hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita
el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también.
Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
—Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura
párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían
bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo
cometer la abominación de erigir altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
—¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.
—No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar
pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se
conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron
los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y
brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la
Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la
que yo esperaba.
—Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel
mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches
pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me
espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento.
Lo que vi no era para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabra.
Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que
no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era
un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No
había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas.
Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el
monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el
cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?
Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes
retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa
hondura y los bordes estaban pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo
vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y
rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las
estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó
pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije
que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en
Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas
palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por
estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de
hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el
elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que
por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa.
Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius
estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del
ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones
resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo
rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada.
Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el
diecinueve de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y
ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se
desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando
un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si
con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado
por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba
a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y
nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con
una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave
de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera,
una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos,
porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré.
Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus
articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un
vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el
mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez
lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura
humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí
una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no
pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era
comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la
oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me
perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla
que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos
o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria,
muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el
lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la
de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y
olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por
cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía
en la tiniebla superior.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que
él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué
antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y
esta precisa noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con
asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el
descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante
volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por
la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los
ojos.
La Secta de los Treinta
El manuscrito original puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Leiden;
está en latín, pero algún helenismo justifica la conjetura de que fue vertido del griego.
Según Leisegang, data del siglo cuarto de la era cristiana. Gibbon lo menciona, al pasar,
en una de las notas del capítulo decimoquinto de su Decline and Fall. Reza el autor
anónimo:
«… La Secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos. Diezmados por el
hierro y por el fuego duermen a la vera de los caminos o en las ruinas que ha perdonado
la guerra, ya que les está vedado construir viviendas. Suelen andar desnudos. Los
hechos registrados por mi pluma son del conocimiento de todos; mi propósito actual es
dejar escrito lo que me ha sido dado descubrir sobre su doctrina y sus hábitos. He
discutido largamente con sus maestros y no he logrado convertirlos a la Fe del Señor.
»Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que
concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han
dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran
que la amonestación de Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos, condena la
pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios.
»El consejo de vender lo que se posee y de darlo a los pobres es acatado rigurosamente
por todos; los primeros beneficiados lo dan a otros y éstos a otros. Ésta es explicación
suficiente de su indigencia y desnudez, que los avecina asimismo al estado paradisíaco.
Repiten con fervor las palabras: Considerad los cuervos, que ni siembran ni siegan, que
ni tienen cillero, ni alfolí; y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que
las aves? El texto proscribe el ahorro: Si así viste Dios a la hierba, que hoy está en el
campo, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más vosotros, hombres de poca fe?
Vosotros, pues, no procuréis qué hayáis de comer, o qué hayáis de beber; ni estéis en
ansiosa perplejidad.
»El dictamen Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón
es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan
que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla,
todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos
pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.
»La Secta elude las iglesias; sus doctores predican al aire libre, desde un cerro o un
muro o a veces desde un bote en la orilla.
»El nombre de la Secta ha suscitado tenaces conjeturas. Alguna quiere que nos dé la
cifra a que están reducidos los fieles, lo cual es irrisorio pero profético, porque la Secta,
dada su perversa doctrina, está predestinada a la muerte. Otra lo deriva de la altura del
arca, que era de treinta codos; otra, que falsea la astronomía, del número de noches, que
son la suma de cada mes lunar; otra, del bautismo del Salvador; otra, de los años de
Adán, cuando surgió del polvo rojo. Todas son igualmente falsas. No menos mentiroso
es el catálogo de treinta divinidades o tronos, de los cuales uno es Abraxas, representado
con cabeza de gallo, brazos y torso de hombre y remate de enroscada serpiente.
»Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no
me ha sido otorgado. Que otros, más felices que yo, salven a los sectarios por la palabra.
Por la palabra o por el fuego. Más vale ser ejecutado que darse muerte. Me limitaré pues
a la exposición de la abominable herejía.
»El Verbo se hizo carne para ser hombre entre los hombres, que lo darían a la cruz y
serían redimidos por Él. Nació del vientre de una mujer del pueblo elegido no sólo para
predicar el Amor, sino para sufrir el martirio.
»Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano
por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los
días. El Señor dispuso los hechos de manera patética. Tal es la explicación de la última
cena, de las palabras de Jesús que presagian la entrega, de la repetida señal a uno de los
discípulos, de la bendición del pan y del vino, de los juramentos de Pedro, de la solitaria
vigilia en Gethsemaní, del sueño de los doce, de la plegaria humana del Hijo, del sudor
como sangre, de las espadas, del beso que traiciona, de Pilato que se lava las manos, de
la flagelación, del escarnio, de las espinas, de la púrpura y del cetro de caña, del vinagre
con hiel, de la Cruz en lo alto de una colina, de la promesa al buen ladrón, de la tierra
que tiembla y de las tinieblas.
»La divina misericordia, a la que debo tantas mercedes me ha permitido descubrir la
auténtica y secreta razón del nombre de la Secta. En Kerioth, donde verosímilmente
nació, perdura un conventículo que se apoda de los Treinta Dineros. Ese nombre fue el
primitivo y nos da la clave. En la tragedia de la Cruz —lo escribo con debida
reverencia— hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles, todos
fatales. Involuntarios fueron los sacerdotes que entregaron los dineros de plata,
involuntaria fue la plebe que eligió a Barrabás, involuntario fue el procurador de Judea,
involuntarios fueron los romanos que erigieron la Cruz de Su martirio y clavaron los
clavos y echaron suertes. Voluntarios sólo hubo dos: El Redentor y Judas. Éste arrojó
las treinta piezas que eran el precio de la salvación de las almas e inmediatamente se
ahorcó. A la sazón contaba treinta y tres años, como el Hijo del Hombre. La Secta los
venera por igual y absuelve a los otros.
»No hay un solo culpable; no hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan
que trazó la Sabiduría. Todos comparten ahora la Gloria.
»Mi mano se resiste a escribir otra abominación. Los iniciados, al cumplir la edad
señalada, se hacen escarnecer y crucificar en lo alto de un monte, para seguir el ejemplo
de sus maestros. Esta violación criminal del quinto mandamiento debe ser reprimida con
el rigor que las leyes humanas y divinas han exigido siempre. Que las maldiciones del
Firmamento, que el odio de los ángeles…»
El fin del manuscrito no se ha encontrado.
La noche de los dones
En la antigua Confitería del Águila, en Florida a la altura de Piedad, oímos la historia.
Se debatía el problema del conocimiento. Alguien invocó la tesis platónica de que ya
todo lo hemos visto en un orbe anterior, de suerte que conocer es reconocer; mi padre,
creo, dijo que Bacon había escrito que si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber
olvidado. Otro interlocutor, un señor de edad, que estaría un poco perdido en esa
metafísica, se resolvió a tomar la palabra. Dijo con lenta seguridad:
—No acabo de entender lo de los arquetipos platónicos. Nadie recuerda la primera vez
que vio el amarillo o el negro o la primera vez que le tomó el gusto a una fruta, acaso
porque era muy chico y no podía saber que inauguraba una serie muy larga. Por
supuesto, hay otras primeras veces que nadie olvida. Yo les podría contar lo que me
dejó cierta noche que suelo traer a la memoria, la del treinta de abril del 74.
»Los veraneos de antes eran más largos, pero no sé por qué nos demoramos hasta esa
fecha en el establecimiento de unos primos, los Dorna, a unas escasas leguas de Lobos.
Por aquel tiempo, uno de los peones, Rufino, me inició en las cosas de campo. Yo
estaba por cumplir mis trece años; él era bastante mayor y tenía fama de animoso. Era
muy diestro; cuando jugaban a vistear el que quedaba con la cara tiznada era siempre el
otro. Un viernes me propuso que el sábado a la noche fuéramos a divertirnos al pueblo.
Por supuesto accedí, sin saber muy bien de qué se trataba. Le previne que yo no sabía
bailar; me contestó que el baile se aprende fácil. Después de la comida, a eso de las siete
y media, salimos. Rufino se había empilchado como quien va a una fiesta y lucía un
puñal de plata; yo me fui sin mi cuchillito, por temor a las bromas. Poco tardamos en
avistar las primeras casas. ¿Ustedes nunca estuvieron en Lobos? Lo mismo da; no hay
un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto.
Los mismos callejones de tierra, los mismos huecos, las mismas casas bajas, como para
que un hombre a caballo cobre más importancia. En una esquina nos apeamos frente a
una casa pintada de celeste o de rosa, con unas letras que decían La Estrella. Atados al
palenque había unos caballos con buen apero. Por la puerta de calle a medio entornar vi
una hendija de luz. En el fondo del zaguán había una pieza larga, con bancos laterales
de tabla y, entre los bancos, unas puertas oscuras que darían quién sabe dónde. Un
cuzco de pelaje amarillo salió ladrando a hacerme fiestas. Había bastante gente; una
media docena de mujeres con batones floreados iba y venía. Una señora de respeto,
trajeada enteramente de negro, me pareció la dueña de casa. Rufino la saludó y le dijo:
»—Aquí le traigo un nuevo amigo, que no es muy de a caballo.
»—Ya aprenderá, pierda cuidado —contestó la señora.
»Sentí vergüenza. Para despistar o para que vieran que yo era un chico, me puse a jugar
con el perro, en la punta de un banco. Sobre la mesa de cocina ardían unas velas de sebo
en unas botellas y me acuerdo también del braserito en un rincón del fondo. En la pared
blanqueada de enfrente había una imagen de la Virgen de la Merced.
»Alguien, entre una que otra broma, templaba una guitarra que le daba mucho trabajo.
De puro tímido no rehusé una ginebra que me dejó la boca como un ascua. Entre las
mujeres había una, que me pareció distinta a las otras. Le decían la Cautiva. Algo de
aindiado le noté, pero los rasgos eran un dibujo y los ojos muy tristes. La trenza le
llegaba hasta la cintura. Rufino, que advirtió que yo la miraba, le dijo:
»—Volvé a contar lo del malón, para refrescar la memoria.
»La muchacha habló como si estuviera sola y de algún modo yo sentí que no podía
pensar en otra cosa y que esa cosa era lo único que le había pasado en la vida. Nos dijo
así:
»—Cuando me trajeron de Catamarca yo era muy chica. Qué iba yo a saber de malones.
En la estancia ni los mentaban de miedo. Como un secreto, me fui enterando que los
indios podían caer como una nube y matar a la gente y robarse los animales. A las
mujeres las llevaban a Tierra Adentro y les hacían de todo. Hice lo que pude para no
creer. Lucas mi hermano, que después lo lancearon, me perjuraba que eran todas
mentiras, pero cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para
que uno sepa que es cierto. El gobierno les reparte vicios y yerba para tenerlos quietos,
pero ellos tienen brujos muy precavidos que les dan su consejo. A una orden del cacique
no les cuesta nada atropellar entre los fortines, que están desparramados. De puro
cavilar, yo casi tenía ganas que se vinieran y sabía mirar para el rumbo que el sol se
pone. No sé llevar la cuenta del tiempo, pero hubo escarchas y veranos y yerras y la
muerte del hijo del capataz antes de la invasión. Fue como si los trajera el pampero. Yo
vi una flor de cardo en una zanja y soñé con los indios. A la madrugada ocurrió. Los
animales lo supieron antes que los cristianos, como en los temblores de tierra. La
hacienda estaba desasosegada y por el aire iban y venían las aves. Corrimos a mirar por
el lado que yo siempre miraba.
»—¿Quién les trajo el aviso? —preguntó alguno.
»La muchacha, siempre como si estuviera muy lejos, repitió la última frase.
»—Corrimos a mirar por el lado que yo siempre miraba. Era como si todo el desierto se
hubiera echado a andar. Por los barrotes de la verja de fierro vimos la polvareda antes
que los indios. Venían a malón. Se golpeaban la boca con la mano y daban alaridos. En
Santa Irene había unas armas largas, que no sirvieron más que para aturdir y para que
juntaran más rabia.
»Hablaba la Cautiva como quien dice una oración, de memoria, pero yo oí en la calle
los indios del desierto y los gritos. Un empellón y estaban en la sala y fue como si
entraran a caballo, en las piezas de un sueño. Eran orilleros borrachos. Ahora, en la
memoria, los veo muy altos. El que venía en punta le asestó un codazo a Rufino, que
estaba cerca de la puerta. Éste se demudó y se hizo a un lado. La señora, que no se había
movido de su lugar, se levantó y nos dijo:
»—Es Juan Moreira.
»Pasado el tiempo, ya no sé si me acuerdo del hombre de esa noche o del que vería
tantas veces después en el picadero. Pienso en la melena y en la barba negra de Podestá,
pero también en una cara rubiona, picada de viruela. El cuzquito salió corriendo a
hacerle fiestas. De un talerazo, Moreira lo dejó tendido en el suelo. Cayó de lomo y se
murió moviendo las patas. Aquí empieza de veras la historia.
»Gané sin ruido una de las puertas, que daba a un pasillo angosto y a una escalera.
Arriba, me escondí en una pieza oscura. Fuera de la cama, que era muy baja, no sé qué
muebles habría ahí. Yo estaba temblando. Abajo no cejaban los gritos y algo de vidrio
se rompió. Oí unos pasos de mujer que subían y vi una momentánea hendija de luz.
Después la voz de la Cautiva me llamó como en un susurro.
»—Yo estoy aquí para servir, pero a gente de paz. Acercate que no te voy a hacer
ningún mal.
»Ya se había quitado el batón. Me tendí a su lado y le busqué la cara con las manos. No
sé cuánto tiempo pasó. No hubo una palabra ni un beso. Le deshice la trenza y jugué
con el pelo, que era muy lacio, y después con ella. No volveríamos a vernos y no supe
nunca su nombre.
»Un balazo nos aturdió. La Cautiva me dijo:
»—Podés salir por la otra escalera.
»Así lo hice y me encontré en la calle de tierra. La noche era de luna. Un sargento de
policía, con rifle y bayoneta calada, estaba vigilando la tapia. Se rió y me dijo:
»—A lo que veo, sos de los que madrugan temprano.
»Algo debí de contestar, pero no me hizo caso. Por la tapia un hombre se descolgaba.
De un brinco, el sargento le clavó el acero en la carne. El hombre se fue al suelo, donde
quedó tendido de espaldas, gimiendo y desangrándose. Yo me acordé del perro. El
sargento, para acabarlo de una buena vez, le volvió a hundir la bayoneta. Con una suerte
de alegría le dijo:
»—Moreira, lo que es hoy de nada te valió disparar.
»De todos lados acudieron los de uniforme que habían ido rodeando la casa y después
los vecinos. Andrés Chirino tuvo que forcejear para arrancar el arma. Todos querían
estrecharle la mano. Rufino dijo riéndose:
»—A este compadre ya se le acabaron los cortes.
»Yo iba de grupo en grupo, contándole a la gente lo que había visto. De golpe me sentí
muy cansado; tal vez tuviera fiebre. Me escurrí, lo busqué a Rufino y volvimos. Desde
el caballo, vimos la luz blanca del alba. Más que cansado, me sentí aturdido, por esa
correntada de cosas.
—Por el gran río de esa noche —dijo mi padre.
El otro asintió.
—Así es. En el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había
mirado la muerte. A todos los hombres le son reveladas todas las cosas o, por lo menos,
todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la
mañana, esas dos cosas esenciales me fueron reveladas. Los años pasan y son tantas las
veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo
las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón.
Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira.
El espejo y la máscara
Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló
con el poeta y le dijo:
—Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que
cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de
acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?
—Sí, Rey —dijo el poeta—. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las
disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base
de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi
arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más
complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del
indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las
navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de
Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el
derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en
la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada,
como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:
—Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra.
Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur,
recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás
cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real
costumbre ni de tus inspiradas vigilias.
—Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro —dijo el poeta, que era también un
cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo
declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con
la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no
descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.
—Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y
a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la
loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de
hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el
porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades,
los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la
literatura de Irlanda —omen absit— podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda.
Treinta escribas la van a transcribir dos veces.
Hubo un silencio y prosiguió.
—Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la
sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un
grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año
aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que
es de plata.
—Doy gracias y comprendo —dijo el poeta.
Las estrellas del cielo retomaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las
selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo
repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si
él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No
era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el
Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían,
centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos
curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran
ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran
arbitrarias o así lo parecían.
El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló
de esta manera:
—De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en
Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y
deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de
marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan
eminente podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una sonrisa:
—Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número
tres.
El poeta se atrevió a murmurar:
—Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.
El Rey prosiguió:
—Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
—Doy gracias y he entendido —dijo el poeta.
El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un
manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo,
había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber
quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos
despejaron la cámara.
—¿No has ejecutado la oda? —preguntó el Rey.
—Sí —dijo tristemente el poeta—. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
—¿Puedes repetirla?
—No me atrevo.
—Yo te doy el valor que te hace falta —declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea.
Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera
una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos
maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
—En los años de mi juventud —dijo el Rey— navegué hacia el ocaso. En una isla vi
lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la
fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de
todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos.
Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las
encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
—En el alba —dijo el poeta— me recordé diciendo unas palabras que al principio no
comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el
que no perdona el Espíritu.
—El que ahora compartimos los dos —el Rey musitó—. El de haber conocido la
Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo
y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga.
Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo
que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el
poema.
Undr
Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus
(1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once.
Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el
acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a
título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero
aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión
española no es literal, pero es digna de fe.
Escribe Adán de Bremen:
«… De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo,
más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la
de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del
rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio.
Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas
del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no
maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su
estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores,
barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de
las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho
muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a
sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de
peones.
»Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del
pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló,
después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
»A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf
Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca
del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared
fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los
lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro
coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en
pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del
Asia. El hombre dijo:
»—Soy de estirpe de skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una
sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No
sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres
que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me
alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
»El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o
menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el
nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo
a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos
adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o
composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey.
Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles
mi espada, pero me dejé conducir.
»Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados.
Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de
madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había
acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo
con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era
un simple artesano y que no la sabía.
»En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que
he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé.
Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba
toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y
crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie.
Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de
tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa
sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los
soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la
drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género
requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún.
Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de
ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
»La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie.
Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera
querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: Ahora no quiere decir nada.
»Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran
monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para
siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin
duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con
asombro que la luz estaba declinando.
»Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
»—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la
Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de skalds. En tu ditirambo
apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber
oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no
definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que
es la Palabra.
»Le respondí:
»—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
»Vaciló unos instantes y contestó:
»—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo.
Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se
atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
»Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni
trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de
esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de
metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los
dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A
orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo
mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un
soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo
a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por
qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del
Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He
combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo
he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra.
Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar
palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria.
Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé.
Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la
revelación.
»Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
»Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que
encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no
pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey.
Me replicó:
»—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.
»Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me
interrogó:
»—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
»La pregunta me tomó de sorpresa.
»—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no
comprendo me alejó del canto y del arpa.
»—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
»Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
»—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
»—Todo —le contesté.
»—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo
ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
»Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
»Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su
acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que
maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una
palabra distinta.
»—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.»
Utopía de un hombre que está cansado
Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado
es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la
misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba
en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha
ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio
Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos
metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la
puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que
esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una
lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había
una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me
indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. junté
mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas
favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al
latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en
papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que
todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un
racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran
jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía
algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver.
No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya
setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos
fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los
Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma
Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros
puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el
tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos
quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles
precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho
que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e
indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico,
que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del
porvenir no sólo eran más altos, sino más diestros. Instintivamente miré los largos y
finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año
1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una
media docena. Además no importa leer, sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido
uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos
innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y
cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de
espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi
nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos
pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los
mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con
la prudente imprecisión que era propia del género.
»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un
embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y
ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos
fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes
y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse
est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular
concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una
mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También
eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor
felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido
insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada
cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la
curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo
mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es
un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas
de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a
lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los
males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía,
las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre
de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente
admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba
blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y
pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de
publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda
habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y
estos enseres. He trabajado el campo, que otros, cuya cara no he visto, trabajarán mejor
que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo
raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares
en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma
mano.
—Ésta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta
de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra
tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi
en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o
que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me
permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el
techo era de dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó
un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles
de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.
El soborno
La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que
intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos
que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo
harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más)
ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber
ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar
largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo
(no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos
piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y
temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola
pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el
punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los
hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del
Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya
borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es
mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a
History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas
metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por
águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando
hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi
relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi
nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un
amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo
íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es
alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo.
Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no
condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del
latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las
universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro
artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre
de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de
Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera
precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición
crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas
hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos
académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera
de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de
Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura
curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia.
Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido
nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las
universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había
tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que
preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión
en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al
sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert
Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la
Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo
de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un
diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces
inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le
granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de
Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en
el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones
estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y
de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes
iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo,
redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero
encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf,
obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario
que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una
inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja
traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se
refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por
ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se
mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente
agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su
método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de
Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no
poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson
recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el
despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas
daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no
tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en
pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que
no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no
sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de
representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen
germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor
que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también
que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse
disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo
criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino
de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le
debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967.
Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la
obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente
filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no
bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de
memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi
edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en
cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo
inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora,
justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los
inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil
intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso
vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras
anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo,
sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden
convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las
cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica.
Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era
un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al
Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo
siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas;
usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y
mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted
era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck.
Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi
inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido
Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere,
ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y
justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas
palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí
que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más
eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me
obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor
duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted,
directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de
represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no
le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo
que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había
resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings.
Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez,
mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo
sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos.
Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa
estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano
americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no
modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.
Avelino Arredondo
El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la
manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen
su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con
Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía
preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal
vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a
la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires,
estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba
el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas,
Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él
por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no
lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a
nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia;
Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que
se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le
previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía
costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido
porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo
buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero
lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba
con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de
introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y
que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el
deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No
trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola
noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a
Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso
de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor
dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera
una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero
todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque
y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba,
leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina
cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de
apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil,
porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que
no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un
vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos
menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía
sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó
por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos
museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de
cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra
oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había
remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que
levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía
cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada,
donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos,
por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata
no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó
dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en
mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En
cuanto al otro asunto… trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve
pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi
sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le
ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo
más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio
una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga.
Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas.
Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel
pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin
perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a
balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas,
pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo
golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su
casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó
primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de
esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata
colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna;
siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para
siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos
que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que
durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí.
Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había
concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas
gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los
uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran
muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo,
sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
-Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que
traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para
no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este
acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que
ocurrieron.
El disco
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de
morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea
toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he
visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos
chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara
un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré
buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he
llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la
que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado
un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos
trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo,
envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle
dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del
bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la
gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos
cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la
noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba
cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
—¿Por qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque soy un rey —contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
—Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero
en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
—Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco.
¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía.
Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
—Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi
un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia
como si hablara con un niño:
—Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un
solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es de oro? —le dije.
—No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una
barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
—En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el
hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente.
—No quiero.
—Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero
al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y
arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
El libro de arena
… thy rope of sands…
George Herbert (1593-1623)
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de
líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo
de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí
un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo
asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me
falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela.
Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de
las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los
diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su
poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.
Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es
infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas
tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa
con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de
noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin
por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba
una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo
robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos
inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de
verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las
pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una
libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con
diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de
jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro
de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Epílogo
Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de
tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre
afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más
libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus
primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los
espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un
espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante
distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar
que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me
recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro
ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro. El Congreso es
quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta
que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio
quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los
éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación,
pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos
autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un
cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista
involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More
Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una
herejía posible.
La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado
que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y
la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y
melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno
quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte («Es
acción santa matar a Rosas») y al Himno Nacional Uruguayo («Si tiranos, de Bruto el
puñal») no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario
crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución,
pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión
celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su
nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es
el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de
incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus
sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de febrero de 1975

EL ALEPH- Jorge Luis Borges

1
EL ALEPH
Jorge Luis Borges
O God, I could be bounded in a
nutshell and count myself a King of infinite
space.
Hamlet, II, 2.
But they will teach us that Eternity is
the Standing still of the Present Time,
a Nunc-stans (as the Schools call it);
which neither they, nor any else understand,
no more than they would a
Hic-stans for a infinite greatnesse of
Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una
imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado
no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el
incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero
de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica
vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo
podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle
Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era
un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el
crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus
muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los
carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda
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con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del
Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino;
Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres
cuartos, sonriendo; la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras
veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas
páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que
estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin
volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco
minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en
1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No
desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas
las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así,
en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente
confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el
oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos
Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué
cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario,
pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las
fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y
la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua,
apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en
ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas.
Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas
que por la idea de una gloria intachable. «Es el Príncipe de los poetas en Francia»,
repetía con fatuidad. «En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más
inficionada de tus saetas.»
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del
país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas
copas, una vindicación del hombre moderno
– Lo evoco – dijo con una admiración algo inexplicable – en su gabinete de estudio,
como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de
telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de
linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines…
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro
siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas,
ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
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Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición,
que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las
escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y
otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o
simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años,
sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos
que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la
imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase
de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca
digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera bre- ve. Abrió un cajón del
escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de
la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es… autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante – dictaminó -. El primer verso granjea el
aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a
la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a
Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de
la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la
Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero – ¿barroquismo,
decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? – consta de dos hemistiquios
gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de
todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima
rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos
tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a
la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que
nos depararan los ocios de la pluma del saboyano…Comprendo una vez más que
el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la
palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su
comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho
peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la
resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores.
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Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención
de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo
modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era
extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa
extravagancia al poema (1 ).
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil
dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton
registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica
de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es
menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se
proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado
unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob,
un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la
parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la
calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no
lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la
zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la
relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa (2):
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta – ¿Color? Blanquiceleste –
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
– ¡Dos audacias – gritó con exultación – rescatadas, te oigo mascullar, por el
éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia,
en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio
que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a
denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta,
que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su
vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos
quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se
adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface… al
instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco
neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje
australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del
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boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo
el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera
vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, «para tomar juntos la
leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri – los
propietarios de mi casa, recordarás – inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer». Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el «salón-bar», inexorablemente moderno, era apenas un poco
menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público
mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que,
sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
– Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más
encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido
según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado,
ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era
bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería
lactario, lacticinoso, lactescente, lechal… Denostó con amargura a los críticos;
luego, más benigno, los equiparó a esas personas, «que no disponen de metales
preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la
acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro».
Acto continuo censuró la prologomanía, «de la que ya hizo mofa, en la donosa
prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios». Admitió, sin embargo, que en la
portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por
el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales
de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba
a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado:
Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto
al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián
Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el
poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme
portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico,
«porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo
detalle que no confirme la severa verdad». Agregó que Beatriz siempre se había
distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el
lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda
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reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las
reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía
comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre
adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el
curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen,
encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con
Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo
me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo
infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví,
lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me
indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de
Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas
de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió – salvo el
rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una
delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me
habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira
balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su
desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! –
repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años,
todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de
una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese
delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri
persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría
ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una
seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri
dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que
solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le
era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró
que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
– Está en el sótano del comedor – explicó, aligerada su dicción por la angustia -.
Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera
del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien
dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero
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yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada,
caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-¡El Aleph! – repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos
desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no
podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre
burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código
en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la
Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas,
todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un
hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes
insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que
Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás… Beatriz(yo
mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi
implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas
crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de
Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos
habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño
estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una
flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de
Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de
ternura me aproximé al retrato y le dije:
– Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida
para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad;
comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
– Una copita del seudo coñac – ordenó – y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes,
el decúbito dorsal es indis-pensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad,
cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos
en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te
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quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves
el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo
proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
– Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio… Baja;
muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más
ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el
baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas
de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en
un sitio preciso.
– La almohada es humildosa – explicó – , pero si la levanto un solo centímetro,
no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo
ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la
oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total.
Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de
tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que
yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba
loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la
rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el
Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de
escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un
pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito
Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance
prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro
que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo
centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel
de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen
con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen
equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad.
Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial,
de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue
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simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin
embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada
cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la
veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde,
vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una
negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos
escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno
me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace
treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve,
tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada
uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la
violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra
seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un
ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un
tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras
de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi
la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de
Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi
caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo
temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que
deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi
el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los
puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y
lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre
usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible
universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
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-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman – dijo una voz
aborrecida y jovial – . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo
esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca
penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿La viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado,
nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano
y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa
metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave
energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la
seguridad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron
familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de
sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver.
Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me tra-bajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del
inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud
del conside-rable poema y lanzó al mercado una selección de «trozos argentinos».
Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio
Nacional de Literatura (3). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al
doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un
solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho
tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro
volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado
a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra,
sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la
lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la
Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo
que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el
mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el
símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de
las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó,
aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos
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Ficciones- Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges
Ficciones
Hijo de una familia acomodada, Jorge Luis Borges nació en Buenos
Aires el 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra, una de sus
ciudades amadas, en 1986. Vivió, desde pequeño, rodeado de libros;
y, entre 1914 y 1921, y más tarde en 1923, viajó a Europa, lo que le
puso en contacto con las vanguardias del momento, a cuya estética
se adhirió, especialmente al ultraísmo. En la primera mitad de esa
década dirigió las revistas Prisma y Proa. Poeta, narrador y autor de
ensayos personalísimos, ganó el premio Cervantes en 1980 y fue un
eterno candidato al Nobel, ingresando en la ilustre nómina de quienes, como
Proust, Kafka o Joyce, no lo consiguieron. Pero, como ellos, Borges pertenece por
derecho propio al patrimonio cultural de la humanidad, y así está reconocido
internacionalmente.
Ficciones, libro aparecido en 1944, con el que ganó el Gran Premio de Honor de
la Sociedad Argentina de Escritores, es uno de los más representativos de su
estilo. En él están algunos de sus relatos más famosos, como «Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius»; «Pierre Menard, autor del Quijote»; «La biblioteca de Babel» o «El jardín
de senderos que se bifurcan». En su caso, hablar de relatos es sólo un modo de
entendernos, y a falta de un término más adecuado para designar esta magistral
y sugestiva mezcla de erudición, imaginación, ingenio, profundidad intelectual e
inquietud metafísica. Metáforas como la del laberinto, la biblioteca que coincide
con el universo o la de la minuciosa reescritura del Quijote, pertenecen al centro
del universo borgiano y, a través de sus millones de lectores en todas las lenguas, a la cultura universal. Prólogo
José Luis Rodríguez Zapatero
El lector que tiene en sus manos Ficciones es una persona en la frontera, un ser
humano que está a punto de abandonar el mundo seguro y confortable del que está
hecha la vida cotidiana para adentrarse en un territorio absolutamente nuevo. Borges
descubre en su obra, o quizás inventa, otra dimensión de lo real. Con seguridad el
título, que nos sugiere la idea de mundos imaginados y puramente ilusorios, es sólo
una sutil ironía del autor, una más, que nos señala lo terrible y maravillosamente real
de sus argumentos. Después de leer a Borges el mundo real multiplica sus
dimensiones y el lector, como un viajero romántico, vuelve más sabio, más pleno, o lo
que es lo mismo, ya nunca vuelve del todo.
Ficciones es una de las más esenciales e inolvidables obras de Borges. En ella se
resumen los principales temas, los intereses intelectuales más queridos del autor. En
todas las historias de este libro el tiempo es, de un modo u otro, un personaje central.
También lo es la literatura, los libros. Libros en los que está escrito el destino de los
hombres y que por eso son a la par tan necesarios como inútiles. También el destino es
una preocupación borgiana, un destino que no es más que el reconocimiento de que
nuestros afanes e inquietudes, que aquello que nos parece incierto, que sólo es un
deseo o un temor, tiene otra cara, una cara cierta, cerrada. Lo que en el anverso es
azar, en el reverso es necesidad.
Quizás, entre las cosas admirables de Borges, la que más me impresiona es su
extraña mezcla de pasión y escepticismo, esa mezcla de la que en distinta proporción y
cantidad estarnos hechos los seres humanos, pero que en el caso de nuestro autor se
dan en un equilibrio y abundancia cuya mejor prueba es su obra.
Durante un tiempo, cuando era más joven, estuve enfermo de Borges, todavía no
estoy seguro de haberme curado. Cuando uno enferma de Borges se pregunta por qué
la gente sigue, seguimos, escribiendo. Todo está en Borges y él lo sabe. Cuando leernos
La biblioteca de Babel no podemos evitar la sensación de que en esas pocas páginas
están contenidos todos los libros que los hombres han escrito y escribirán, además de
todos los restantes, que son la infinita mayoría. Las ruinas circulares son otro ejercicio
de la más espléndida metafísica, y uno no sabe cómo salir del sueño que nos propone,
realmente el lector ya nunca sale de ese sueño, salvo a través del olvido, pero el olvido
no está en las manos del lector, no forma parte de su poder.
Es posible que Borges me fulminara con una de esas bellísimas y mortales críticas
que podemos leer en sus libros, pero diré que en algún momento llegué a pensar que
cada página suya contiene toda su obra, como uno de esos objetos fractales que
repiten su estructura creando geometrías tan hermosas como extrañas. Pero este
parecido concluye en la forma, Borges nos da más, los textos de Borges no son
amorales, sus héroes son héroes morales, que se someten, a veces hasta la locura, hasta la más lúcida locura, a los códigos de su cultura, de su tiempo y lugar. Es, otra
vez, la multiplicidad de esos códigos, las variadas dimensiones de los mismos la que
Borges utiliza con extraordinaria maestría para dejarnos atrapados en una libertad
infinita.
Prologar a Borges resulta muy difícil cuando Borges es el prólogo de uno mismo, y es
eso exactamente lo que le ocurre a este prologuista. Quizás la tarea que se propuso
Pierre Menard al tratar de escribir el Quijote no sea tan extraña, uno se ve muchas
veces haciendo cosas parecidas a la que intentó Menard, como ocurre ahora. El lector
debe estar tranquilo, porque él es el verdadero héroe de la obra de Borges, una obra
que es una aventura que debe vivir como quiere el autor cuando dice: «Así combatieron
los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a
morir». A Esther Zemborain de Torres El jardín de senderos que se bifurcan
(1941)Ficciones
Jorge Luis Borges
6
Prólogo
Las ocho piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La octava (El jardín de
senderos que se bifurcan) es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los
preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me
parece, hasta el último párrafo. Las otras son fantásticas; una -La lotería en Babilonia-
no es del todo inocente de simbolismo. No soy el primer autor de la narración La
biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar
cierta página del número 59 cíe Sur, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y
de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es irreal: en
Pierre Menard autor del «Quijote» lo es el destino que su protagonista se impone. La
nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida pero no es arbitraria; es un
diagrama de su historia mental…
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en
quinientas páginas una idea. cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor
procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario.
Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen
la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable,
más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios.
Éstas son Thön, Uqbar; Orbis Tertius; el Examen de la obra de Herbert Quain; El
acercamiento a Almotásim, La última es de 1935; he leído hace poco The Sarred Fount
(1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la delicada novela de
James, indaga si en B influyen A o C; en El acercamiento a Almotásim, presiente o adivina
a través de B la remotísima existencia de la Z, quien B no conoce.
JORGE LUIS BORGES
Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941 Ficciones
Jorge Luis Borges
7
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
I
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El
espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos
Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo American Cyclopaedia (Nueva York,
1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica
de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo
esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera
persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas
contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la
adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo
nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los
espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los
heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables,
porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable
sentencia y me contestó que The Anglo American Cyclopaedia la registraba, en su
artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar
de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala;
en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra
sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas
las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ooqbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me
dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna
incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una
ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de
uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el
artículo sobre Uqbar, en el volumen XLVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del
heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las
repetidas por él, aunque -tal vez- literariamente inferiores. Él había recordado:
Copulation and mirrors are abominable. El texto de la Enciclopedia decía: «Para uno de
esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los
espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are abominable)
porque lo multiplican y lo divulgan». Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver
ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosos
índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de
Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XLVI de la Anglo-American
Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de
nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas
adicionales comprendían el artículo sobre Uqbar; no previsto (como habrá advertido el Ficciones
Jorge Luis Borges
8
lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que no hay otra diferencia
entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima
Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único
sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y
(como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura
una fundamental vaguedad. De los catorce nombres que figuraban en la parte geográfica,
sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia, Erzerum-, interpolados en el texto de un modo
ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado
más bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero sus
nebulosos puntos de referencia eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma región.
Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen la
frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al
principio de la página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las
persecuciones religiosas del siglo XIII, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde
perduran todavía sus obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La
sección «Idioma y literatura» era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la
literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se
referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön… La
bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque
el tercero -Silas Haslam: Hystory of the Land Called Uqbar, 1874- figura en los catálogos
de librería de Bernard Quaritch1
. El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen
über das Land Ukkbar in Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus
Andreä. El hecho es significativo; un par de años después, di con ese nombre en las
inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercer volumen) y supe que era el
de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de
la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.
Esta noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios
de sociedades geográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado
nunca en Uqbar. El índice general de la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese
nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió
en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo
American Cyclopaedia… Entró e interrogó el volumen XLVI. Naturalmente, no dio con el
menor indicio de Uqbar.
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del
Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio
de los espejos. En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es
siquiera el fantasma que ya era entonces. Era alto y desganado y su cansada barba
rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a
Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos
robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades
inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo.
Solían ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez,
1
Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.Ficciones
Jorge Luis Borges
9
taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de matemáticas en la
mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo. Una tarde, hablamos del
sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijo que
precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las
que sesenta se escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un
noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado
nunca su estadía en esa región… Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la
etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejos orientales todavía
pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funciones duodecimales. En
septiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura
de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado.
Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré.
Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta
no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del
Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del
cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo
que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas.
En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A
First Encyclopaedia of Tlön. Vol XI. Hlaer to jangr. No había indicación de fecha ni de
lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas
en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción: Orbis Tertius. Hacía dos
años que yo había descubierto en un tomo de cierta enciclopedia pirática una somera
descripción de un falso país; ahora me deparaba el azar algo más precioso y más arduo.
Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta
desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el
rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros
y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo
ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el onceno tomo de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor
Ibarra, en un artículo ya clásico de la NRF, ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel
Martínez Estrada y Drieu la Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El
hecho es que hasta ahora las pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos
desordenado las bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de
esas fatigas subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra
de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula, entre
veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgado cómputo
nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable,
porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en
la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world
es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de
metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de
geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan
esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de
subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la
contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero
caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las
íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme
recordar que las contradicciones aparentes del onceno tomo son la piedra fundamental de
la prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha observado Ficciones
Jorge Luis Borges
10
en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso la zoología y la
topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no
merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos
minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admitían la menor réplica
y no causaban la menor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la
tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese planeta son –congénitamente-
idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la
metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en
el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no
espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los
idiomas «actuales» y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o
prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a
la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o lunar. «Surgió la luna
sobre el río» se dice «hlör u fang axaxaxas mlö» o sea en su orden: «hacia arriba
(upward) detrás duradero-fluir luneció». (Xul Solar traduce con brevedad: «upa tras
perfluyue lunó». «Upward, behind the onstreaming, it mooned.»)
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal
(de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el onceno tomo) la célula primordial no es el
verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos.
No se dice luna: se dice aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del cielo o
cualquier otra agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un
objeto real; el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en
el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y disueltos en
un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, la mera
simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro
auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y
el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados,
la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos de
segundo grado pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas,
es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra.
Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de que nadie crea en
la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número.
Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas
indoeuropeas y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina:
la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese
planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se
desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo. Spinoza atribuye a su
inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento; nadie comprendería
en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo
-que es un sinónimo perfecto del cosmos-, Dicho sea con otras palabras: no conciben que
lo espacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y
después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la
quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es
unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede
afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho Ficciones
Jorge Luis Borges
11
de nombrarlo -id est, de clasificarlo- importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay
ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi
innumerable número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el
hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego dialéctico, una
Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemas increíbles,
pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan la
verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una
rama de la literatura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la
subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase
«todos los aspectos» es rechazable, porque supone la imposible -adición del instante
presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural «los pretéritos», porque supone
otra operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona
que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza
presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.1
Otra escuela
declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o
reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que
la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras
vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio.
Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los
símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras
dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el
materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como
quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un
heresiarca del undécimo siglo2
ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo
renombre escandaloso equivale en Tlön. al de las aporías eleáticas. De ese «razonamiento
especioso» hay muchas versiones, que varían el número de monedas y el número de
hallazgos; he aquí la más común:
El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre.
El jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la
lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes
de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca
quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve
monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las
monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la
tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico
pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada
a los hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.
El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los
defensores del sentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la
anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada en el empleo temerario de dos
voces neológicas, no autorizadas por el uso y ajenas a todo pensamiento severo: los
1
Russell (The Analysfs of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de
una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
2
Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.Ficciones
Jorge Luis Borges
12
verbos encontrar y perder, que comportaban una petición de principio, porque
presuponían la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que
todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor
metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del
miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro
monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa es igualdad y otra
identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea el caso hipotético de
nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo
-interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?1
Dijeron que al heresiarca no lo
movía sino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples
monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad
comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de
enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de
tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay
un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que éstos
son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. * descubre tres monedas
porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda
que han sido recuperadas las otras… El onceno tomo deja entender que tres razones
capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio
del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias;
la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado
y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el primer volumen de
Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La
última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría
visual es la superficie, no el punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que
el hombre que se desplaza modifica las formas que lo circundan. La base de su aritmética
es la noción de números indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y
menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la operación de
contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El hecho de que
varios individuos que cuentan una misma cantidad logren un resultado igual, es para los
psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya
sabemos que en Tlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro
que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que
todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica
suele inventar autores: elige dos obras disímiles -el Tao Te King y Las mil y una noches,
digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego de termina con probidad la psicología
de ese interesante homme de letres…
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas
las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la
tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su
contralibro es considerado incompleto.
1
En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön. sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matiz verdoso del amarillo,
que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el
mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeáre, son William Shakespeare.Ficciones
Jorge Luis Borges
13
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente,
en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas
buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un
segundo lápiz no menos real, pero más-ajustado a su expectativa. Esos objetos
secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos.
Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece
mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el
onceno tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandi, sin embargo,
merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos
que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes
trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les
mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la
esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró
exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste
se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el
fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras
excavaciones) los discípulos exhumaron -o produjeron- una máscara de oro, una espada
arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una
inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la
improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca… Las
investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos
individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el onceno tomo)
ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta
modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho
curioso: los hrönir de segundo y tercer grado -los hrönir derivados de otro hrön, los
hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberraciones del inicial; los de quinto
son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo
hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico; el hrön de
duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces
el ur. la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran
máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles
cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo
visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un
caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
1940, Salto Oriental
Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de
la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie
de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha…
Me limitaré a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de
Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto; la
carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de
Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres,
empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados Ficciones
Jorge Luis Borges
14
tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago
programa inicial figuraban los «estudios herméticos», la filantropía y la cábala. De esa
primera época data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de
síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país.
Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la
continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de
dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis
(Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo
deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto-. Le dice que en
América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa
gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:1
la de guardar en el silencio la empresa
enorme.
Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedía Britannica; Buckley sugiere
una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus
ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus
prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: «La obra no pactará con el impostor
Jesucristo». Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los
hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton
Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el
volumen final de la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta
volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la
base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de
Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente Orbis Tertius y uno de
sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o
como afiliado. Su recepción de un ejemplar del onceno tomo parece favorecer lo segundo.
Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de
los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un
departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La
princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo
de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles:
platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un
perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latía misteriosamente una brújula. La
princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era
cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la
primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo
que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería
de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant’Anna. Una
creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria
hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande,
entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la
borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de
milongas -más bien con rachas de una sola milonga-. Como es de suponer, atribuimos a
la fogosa caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre estaba
muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho
joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de
metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono.
Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos
minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la
1
Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.Ficciones
Jorge Luis Borges
15
opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa
evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión
desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso.
Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabia nada del muerto, salvo «que venía
de la frontera». Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de
este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria
(cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o
mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo
recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario The
American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta
volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tldn. Hasta el día de hoy se discute si ese
descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbis
Tertius. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del onceno tomo (verbigracia,
la multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de
Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un
mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos
de Tlön en diversos países complementaría ese plan…1
El hecho es que la prensa
internacional voceó infinitamente el «hallazgo». Manuales, antologías, resúmenes,
versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor
de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la
realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años
bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el
antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a
la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad
también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyes
inhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un
laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la
humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha
penetrado en las escuelas el (conjetural) « idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de
su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió
mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada
sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso-. Han sido reformadas la numismática,
la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan
también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su
tarea prosigue. Si nuestras previsiones no yerran, de aquí a cien años alguien descubrirá
los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo
será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué
una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de
Browne.
1
Queda, naturalmente, el problema de la materia de algunos objetos.Ficciones
Jorge Luis Borges
16
El acercamiento a Almotásim
Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu’tasim del abogado Mir
Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (a rather uncomfortable
combination) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su
traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson
y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de
Brighton». Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la doble,
inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo XII, Ferid Eddin Attar»
-tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico-.
Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo policial de la
obra, y su undercurrent místico. Esa hibridación puede movernos a imaginar algún
parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal cosa.
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932.
El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la
primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City: En pocos meses, el público
agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la
Bombay Gazette, la Cdlcutta Review, la Hindustan Review (de Alahabad) y el Calcutta
Englishman, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada
que tituló The conversation with the man called Al-Mu’tasim y que subtituló
hermosamente: A game with shifting mimo» (Un juego con espejos que se desplazan).
Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Victor Gollancz, con prólogo de
Dorothy L. Sayers y con omisión -quizá misericordiosa- de las ilustraciones. La tengo a la
vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me
autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de
1932 y la de 1934.
Antes de examinarla -y de discutirla- conviene que yo indique rápidamente el curso
general de la obra.
Su protagonista visible -no se nos dice nunca su nombre- es estudiante de derecho en
Bombay. Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la
décima noche de la luna de muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre
musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre
adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un
ladrillo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien
¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra
revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el
estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa
haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar
interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los
caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la
misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo.
Una chusma de perros color de luna (a lean arad evil mob of mooncoloured hounds)
emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera Ficciones
Jorge Luis Borges
17
de fierro -faltan algunos tramos- y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro,
da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la
luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres
trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona
que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente
rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, «comedores de perros y de lagartos,
hombres al cabo tan infames como nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo
bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el
sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de
Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior,
el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un
idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el
idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una malka-sansi (mujer de casta de
ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de
cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio.
Resuelve -sin mayor esperanza- buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo
camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa
pululación de dramatis personae -para no hablar de una biografía que parece agotar los
movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y
de la peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán-. La historia
comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una
noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un
albañal de Benarés, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el
hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde
una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado
de Travancor, vacila v mata en Indaptir y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo
Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es éste: Un
hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase
más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe -con el
milagroso espanto de Robinsón ante la huella de un pie humano en la arena– percibe
alguna mitigación de esa infamia: tina ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los
hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más
complejo.» Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese
momentáneo decoro; de ahí postula que éste tia reflejado a un amigo, o arraigo de un
amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la
tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el
hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través de los
delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una
sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la
imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de
cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos.
El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión
ascendente, cuyo término final es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El
inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que
precede a ese librero es un santo… Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería
«en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un
resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Ficciones
Jorge Luis Borges
18
Una voz de hombre -la increíble voz de Almotásim- lo insta a pasar. El estudiante descorre
la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al
escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe
prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la
primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no
mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden
de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el
hombre llamado Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos
idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró.
En la versión de 1934 -la que tengo a la vista- la novela decae en alegoría: Almotásim es
emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos
del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que
habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre
con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca
de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones
quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea
es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también
el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o
simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin -o mejor, el Sinfín- del Tiempo, o en
forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho
batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante
un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El
buscador de amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la
peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de
encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur
Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de
ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos
muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente
que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, «para no
tener razón de un modo triunfal».
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya que a nadie le
gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero
insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea homérica, siguen escuchando
-nunca sabré por qué- la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur
con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud-din Attar, conocen el no menos
misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan.
Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con el
relato de Kipling On the City Vall,; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal
que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran… Eliot, con más
justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene, en los
que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana -como lo hace notar una censura de
Richard William Church (Spenser, 1879). Yo, con toda humildad, señalo un precursor
lejano y posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo xvi propaló que el Ficciones
Jorge Luis Borges
19
alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para
confortarlo o instruirlo. Ibbür se llama esa variedad de la metempsicosis.1
1
En el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los pájaros) del místico persa Farid al-Din Abú
Talib Muhámmad ben lbrahim Attar a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue
expoliada. Quizá no huelgue resumir el poema. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China
una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere
decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita
aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es «Vértigo»; el último se llama «Aniquilación». Muchos
peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin:
perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos. (También Plotino-Enéodas,V 8, 4 -declara
una extensión paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas
las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.) El Mantiq al-Tayr ha sido vertido al francés
por Garcín de Tassy; al inglés por Edward FitzGerald; para esta nota, he consultado el décimo tomo de Las mil y uno noches
de Burton y la monografa The Persion mystics: Attar (1932) de Margaret Smith.
Los contactos de ese poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vigésimo capítulo, unas palabras
atribuidas por un librero persa a Almotásim son, quizá, la magnificación de otras que ha dicho el héroe; ésa y otras
ambiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden también significar que éste influye en
aquél. Otro capítulo insinúa que Almotásim es el «hindú» que el estudiante cree haber matado.Ficciones
Jorge Luis Borges
20
Pierre Menard, autor del Quijote
A Silvina Ocampo
La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por
lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri
Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia «protestante» no es un
secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores -si bien estos
son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos-. Los amigos auténticos de
Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos
reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de
empañar su Memoria… Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no
me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos
vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar
las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del
principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda
con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de
sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son
sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la
revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son
insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con
esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La
conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de
conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje
común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de
Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno
de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por
rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del
juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).Ficciones
Jorge Luis Borges
21
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con
ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre
de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes,
Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como
epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y
renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo
de 1921). Menard -recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones
sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F.,
enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» -la
locución es de otro colaborador, Gabriele d’Annunzio- que anualmente publica
esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al
mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón
misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o
apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.1
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba- a chelier) la obra visible de Menard, en
su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica,
la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la
más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de
la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal
afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.2
1
Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la
vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una
broma de nuestro amigo, mal escuchada.
2
Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las
páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?Ficciones
Jorge Luis Borges
22
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico
de Novalis -el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden- que esboza el tema de
la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios
que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall
Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles,
sólo aptos -decía- para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor)
para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son
distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el
famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso
Hidalgo y a su escudero… Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino «el» Quijote. Inútil agregar que
no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su
admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y
línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.
«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934
desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo
externo, Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que
mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables
volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En
efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español,
recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de
Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió
ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero
lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa
era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste
era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció
una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos
arduo -por consiguiente, menos interesante- que seguir siendo Pierre Menard y llegar al
Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso,
le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese
prólogo hubiera sido crear otro personaje -Cervantes- pero también hubiera significado
presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se
negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente -leo en otro lugar de la
carta-. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que
la terminó y que leo el Quijote -todo el Quijote- como si lo hubiera pensado Menard?
Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI -no ensayado nunca por él- reconocí el estilo
de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la
dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo
a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk…
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español,
no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto
esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que Ficciones
Jorge Luis Borges
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engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto.
«El Quijote -aclara Menard- me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo
diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las
obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su
escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal
vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no
intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea, las
Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje
del Parnaso… Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia,
puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada
esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es
harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración
del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del
lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente
su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera
me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a
sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación… A
esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios
del siglo Xvii era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es
casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos
hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el
de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre
realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra de Carmen
durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa
elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las
elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de
fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela
histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el
XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las
armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y
posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas.
Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre
Menard -hombre contemporáneo de La Trahison des clercs y de Bertrand Russell-
reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable
y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa
tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta,
que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o
irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él.
(Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Ficciones
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Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el
segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la
ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por
ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):
… la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa
enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de
William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su
origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que
sucedió. Las cláusulas finales -«ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir»- son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard -extranjero
al fin- adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el
español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio
una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo -cuando no
un párrafo o un nombre- de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es
aún más notoria. El Quijote -me dijo Menard- fue ante todo un libro agradable; ahora es
una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo.
La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de
ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las
fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus
escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los
borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.1
No permitió
que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado
reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de palimpsesto, en el
que deben traslucirse los rastros -tenues pero no indescifrables- de la «previa» escritura
de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el
trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas…
«Pensar, analizar, inventar -me escribió también- no son actos anómalos, son la normal
respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar
1
Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto.
En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una
alegre fogata.Ficciones
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antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis
pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de
todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.»
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte
detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las
atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea
como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure a madame Henri
Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los
libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de
Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?
Nîmes, 1939 Ficciones
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Las ruinas circulares
And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú
sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre
taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas
arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de
griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban
las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona
un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza.
Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha
profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el
pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían
cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por
determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su
invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río
abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía
que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito
inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le
advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y
solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un
hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto
mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su
propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le
convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la
cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus
necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El
forastero se soñaba- en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el
templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los
últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo
precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los
rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si
adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición
de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la Ficciones
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vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los
impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un
alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de
aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que
arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor
y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más.
Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un
par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó
con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos
afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre,
un día, emergió del sueñó como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al
pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo
el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva,
extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas
fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y
apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró.
En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se
componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una
cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era
inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó
otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas
que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna
fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses
planetarios, pronunció las sílabas licitas de un nombre poderoso y durmió. Casi
inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la
penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó,
durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo
tocaba; se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo
percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la
arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen
lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó
el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes
de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más
difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni
podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de
sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda
su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los
númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal
vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La Ficciones
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soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos
criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le
reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales)
le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de
suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un
hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro
templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo
glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se
despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse
de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al
sueño. También rehízo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una
impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al
cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he
engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara
una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su
hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente-. Esa noche lo besó por primera vez y lo
envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de
inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma,
para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de
aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y
del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal
ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o
soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los ‘sonidos y formas
del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de
su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un
tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en
lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le
hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las
criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un
fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su
hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero
simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué
humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha
procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago
temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en
mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un
pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos;
luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de
las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario
del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las Ficciones
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aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez ,y a absolverlo de
sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo
acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con
terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo. Ficciones
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La lotería en Babilonia
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también
he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el
índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es
el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre
los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches
sin luna deben obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he
yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido
declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He
conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el
pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los
deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba
haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes
análogas yo no preciso recurrir a la suerte ni aun a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra
en ellas de un modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que
los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede
saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la
lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella
como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de
Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las
conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente -¿cuestión de siglos, de años?- la lotería en
Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoró si con verdad) que los
barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino
adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin
otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental,
como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a
todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública,
los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien
ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de
números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados
corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese
leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó,
como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no
adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén
justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados
los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces)
tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas
el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los
condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por Ficciones
Jorge Luis Borges
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la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todopoder
de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se
limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese
laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera
aparición en la lotería de elementos no pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los
jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la
simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y
los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de
monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más
directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal
multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza;
los pobres (con envidia razonable e inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén,
notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual
en la lotería, inspiró una indigna agitación, cuya memoria no han desdibujado los años.
Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un
orden nuevo, de una etapa histórica necesaria… Un esclavo robó un billete carmesí, que
en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma
pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el
hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía
aplicárselo porque así lo había determinado el azar… Hubo disturbios, hubo efusiones
lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la
oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer
término, logró que la Compañía aceptara la suma, del poder público. (Esa unificación era
necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo
término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta
mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre
automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos
del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las
consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio
de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el reencontrar, en la pacífica
tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una
jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el
tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o
cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el
conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar hubiera aminorado su
virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las
sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las
íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían .de astrólogos y de
espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había
unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la
Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un
archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual,
no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un Ficciones
Jorge Luis Borges
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argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal
observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que
aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos
leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañia (que no
renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos,
acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la
Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré
de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los
juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su
vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas,
ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he
mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de
ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una
periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas
las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de
alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una
hora o de un siglo- no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin
una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no
entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo
simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento
se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos
ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos
pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro,
digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de
torturas), otros pueden negarse a cumplirla… Tal es el esquema simbólico. En la realidad
el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras.
Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad
basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del
Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos
números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos…
Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elle Lampridio,
en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las
suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y
otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el
Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a
las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se
suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los
innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de
azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una
de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja
casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración,
he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa
monotonía… Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado Ficciones
Jorge Luis Borges
33
un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en
general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño.
Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía… Un
documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de
un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los
ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar.
También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural,
son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren
de las que prodigan los impostores. Además, ¿quién podrá jactarse de ser un mero
impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de
golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado, ano ejecutan, acaso, una
secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios,
provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos
que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente
hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última
noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es
omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los
matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de
heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil,
razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque
Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares. Ficciones
Jorge Luis Borges
34
Examen de la obra de Herbert Quain
Herbert Quain ha muerto en Roscommon; he comprobado sin asombro que el
Suplemento Literario del Times apenas le depara media columna de piedad necrológica,
en la que no hay epíteto laudatorio que no esté corregido (o seriamente amonestado) por
un adverbio. El Spectator, en su número pertinente, es sin duda menos lacónico y tal vez
más cordial, pero equipara el primer libro de Quain -The God of the Labyrinth- a uno de
Mrs. Agatha Christie y otros a los de Gertrude Stein: evocaciones que nadie juzgará
inevitables y que no hubieran alegrado al difunto. Este, por lo demás, no se creyó nunca
genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación literaria, en las que el
hombre que ya ha fatigado las prensas juega invariablemente a ser monsieur Teste o el
doctor Samuel Johnson… Percibía con toda lucidez la condición experimental de sus
libros: admirables tal vez por lo novedoso y por cierta lacónica probidad, pero no por las
virtudes de la pasión. «Soy como las odas de Cowley», me escribió desde Longford el 6 de
marzo de 1939. «No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte». No había, para
él, disciplina inferior a la historia.
He repetido una modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia no agota su
pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de
arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (recordemos el Viaje del
Paraíso, recordemos el destino de Shakespeare) no compartía esa desconsolada opinión.
Herbert Quain, tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas
hay diálogo callejero que no la logre. También le parecía que el hecho estético no puede
prescindir de algún elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil.
Deploraba con sonriente sinceridad «la servil y obstinada, conservación» de libros
pretéritos… Ignoro si su vaga teoría es justificable; sé que sus libros anhelan demasiado
el asombro.
Deploro haber prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que publicó. He
declarado que se trata de una novela policial: The God of the Labyrinth; puedo agregar
que el editor la propuso a la venta en los últimos días de noviembre de 1933. En los
primeros de diciembre, las agradables y arduas involuciones del Siamese Twin Mystery
atacaron a Londres y a Nueva York; yo prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el
fracaso de la novela de nuestro amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su
ejecución deficiente y a la vana y frígida pompa de ciertas descripciones del mar. Al cabo
de siete años, me es imposible recuperar los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal
como ahora lo empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un indescifrable
asesinato en las p iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una solución en las
últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y retrospectivo que contiene esta
frase: «Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido
casual». Esa frase deja entender que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los
capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El lector de ese libro
singular es más perspicaz que el detective.
Aún más heterodoxa es la «novela regresiva, ramificada» April March, cuya tercera (y
única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se niega a descubrir que es un Ficciones
Jorge Luis Borges
35
juego; es lícito recordar que el autor no la consideró nunca otra cosa. «Yo reivindico para
esa obra -le oí decir- los rasgos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias,
el tedio.» Hasta el nombre es un débil calembour: no significa «Marcha de abril» sino
literalmente «Abril marzo». Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de
Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en que la
muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe (Appearance
and reality, 1897, página 215).1
Los mundos que propone April March no son regresivos,
lo es la manera de historiarlos. Regresiva y ramificada, como ya dije. Trece capítulos
integran la obra. El primero refiere el ambiguo diálogo de unos desconocidos en un andén.
El segundo refiere los sucesos de la víspera del primero. El tercero, también retrógrado,
refiere los sucesos de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de
esas tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de
índole muy diversa. La obra total consta, pues, de nueve novelas; cada novela, de tres
largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente.) De esas novelas, una
es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra,
comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un esquema ayude a comprender la
estructura.
x 9
x 8
x7
y 3
x6
x 5
x 4
y 2
x3
x 2
x1
y 1
z

































De esta estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce categorías
kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico. Previsiblemente, alguno de los nueve
relatos es indigno de Quain; el mejor no es el que originariamente ideó, el x 4; es el de
naturaleza fantástica, el x 9. Otros están afectados por bromas lánguidas y por
pseudoprecisiones inútiles. Quienes los leen en orden cronológico (verbigracia: x 3, y 1,
z) pierden el sabor peculiar del extraño libro. Dos relatos -el x 7, el x 8- carecen de valor
individual; la yuxtaposición les presta eficacia… No sé si debo recordar que ya publicado
1
Ay de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un interlocutor del Político, de Platón, ya
había descrito una regresión parecida: la de los Hijos de la Tierra o Autóctonos que, sometidos al influjo de una rotación
inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada
También Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas boreales que originan en quien las come, el mismo proceso
retrógrado… Más interesante es imaginar una inversión del Tiempo: un estado en el que recordáramos el porvenir e
ignoráramos, o apenas presintiéramos, el pasado. Cf. el canto décimo del Infierno, versos 97-102, donde se comparan la
visión profética y la presbicia.Ficciones
Jorge Luis Borges
36
April March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que los hombres que lo
imitaran optarían por el binario






















x 4
x 3
y 2
x 2
x1
y 1
z
y los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias, infinitamente ramificadas.
Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The Secret
Mirror En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había entorpecido la imaginación
del autor; aquí, su evolución es más libre. El primer acto (el más extenso) ocurre en la
casa de campo del general Thrale, C.I.E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de
la trama es miss Ulrica Thrale, la hija mayor del general. A través de algún diálogo la
entrevemos, amazona y altiva; sospechamos que no suele visitar la literatura; los
periódicos anuncian su compromiso con el duque de Rutland; los periódicos desmienten el
compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna
vez un distraído beso. Los personajes son de vasta fortuna y de antigua sangre; los
afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece vacilar entre la mera vanilocuencia
de Bulwer-Lytton y los epigramas de Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una
noche; hay un duelo secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna
curiosa contradicción, hay pormenores sórdidos.) Los personajes del primer acto
reaparecen en el segundo -con otros nombres-. El «autor dramático» Wilfred Quarles es
un comisionista de Liverpool; su verdadero nombre, John William Quigley. Miss Thrale
existe; Quigley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos suyos del Tatler
o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La inverosímil o improbable «casa de
campo» es la pensión judeo-irlandesa en que vive, trasfigurada y magnificada por él… La
trama de los actos es paralela, pero en el segundo todo es ligeramente horrible, todo se
posterga o se frustra. Cuando The secret mirror se estrenó, la crítica pronunció los
nombres de Freud y de Julian Green. La mención del primero me parece del todo
injustificada.
La fama divulgó que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa interpretación
propicia (y falaz) determinó su éxito. Desgraciadamente, ya Quain había cumplido los
cuarenta años; estaba aclimatado en el fracaso y no se resignaba con dulzura a un cambio
de régimen. Resolvió desquitarse. A fines de 1939 publicó Statements: acaso el más
original de sus libros, sin duda el menos alabado y el más secreto. Quain solía argumentar
que los lectores eran una especie ya extinta. «No hay europeo -razonaba-que no sea un
escritor, en potencia o en acto.» Afirmaba también que de las diversas felicidades que
puede ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces de
esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros. Para esos «imperfectos
escritores», cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho relatos del libro Statements.
Cada uno de ellos prefigura o promete un buen argumento, voluntariamente frustrado por Ficciones
Jorge Luis Borges
37
el autor. Alguno -no el mejor- insinúa dos argumentos. El lector, distraído por la vanidad,
cree haberlos inventado. Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de
extraer Las ruinas circulares, que es una de las narraciones del libro El jardín de
senderos que se bifurcan.
1941 Ficciones
Jorge Luis Borges
38
La Biblioteca de Babel
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal
vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio,
cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y
superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su
altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las
caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera
y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite
dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades fecales. Por ahí pasa la escalera espiral,
que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es
infinita (si lo fuera realmente ta qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas
esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La
luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en
busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden
descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que
nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será
el aire insondable: mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el
viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es
interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria
del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es
inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la
vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro
cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: «La Biblioteca es una
esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible».
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada
anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas
diez páginas; cada página, de cuarenta renglones, cada renglón, de unas ochenta letras
de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
By this art you may contemplate the
variation of the 23 letters…
The Anatomy of Melancholy, part. 2,
sect. II, mem. IVFicciones
Jorge Luis Borges
39
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es
la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el
imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el
universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables
escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de
un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con
las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.
El segundo: «El número de símbolos ortográficos es veinticinco».1
Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza
informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del
circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas
desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero
laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe:
por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de
fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios
repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan
a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que
esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos,
no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros
bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que
unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es
incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de
inalterable MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que
sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de
MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra
posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la
formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior2
dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a
un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le
dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el
contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con
repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera
la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por
diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las
1
El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos
signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido.
(Nota del Editor.)
2
Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa
proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin
hallar un solo bibliotecario.Ficciones
Jorge Luis Borges
40
veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han
confirmado: «No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos». De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las
posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque
vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la
historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos
catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio,
la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión
fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto
y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en
algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las
dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las
Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de
cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos
por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los
corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los
hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he
visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero
los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o
alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan
explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca
habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese
idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores
oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre
rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de
escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en
busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que
esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema
sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta
construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se
vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he
visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de
metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un
volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la
insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran
los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es
tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada Ficciones
Jorge Luis Borges
41
ejemplar único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios
centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra
o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de
las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que
esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono
Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En
algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la
cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es
análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en
vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo
hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar
previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar
previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de ésas, he prodigado y
consumado mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya
un libro total;1
ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea, hace
miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son
para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo
sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca se
justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun
la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la
Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en
otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira».
Esas palabras, que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también,
notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la
Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los
veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que
el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y
otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista
incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa
justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos
caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no
encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de
ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un
dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de
los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos -y
también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en
algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición «ubicuo y perdurable sistema
1
Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es
también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya
estructura corresponde a la de una escalera.Ficciones
Jorge Luis Borges
42
de galerías hexagonales», pero biblioteca es «pan» o «pirámide» o cualquier otra cosa, y
las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de
entender mi lenguaje?)
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en
que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no
saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones
que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber
mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el
temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la
Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de
volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica;
digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado,
postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden
inconcebiblemente cesar -lo cual es absurdo-. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que
los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en
cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se
repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza.1
1941, Mar del Plata
1
Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen,
de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas
infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de
un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se
desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.Ficciones
Jorge Luis Borges
43
El jardín de los senderos que se bifurcan
A Victoria Ocampo
En la página 22 de la Historia de la Guerra Europea, de Liddell Hart, se lee que una
ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería)
contra la línea SerreMontauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y
debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el
capitán Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa, por cierto-. La siguiente
declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés
en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos
páginas iniciales.
«… y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en
alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor
Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y -pero eso parecía muy secundario, o
debía parecérmelo- también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido
arrestado o asesinado.1
Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte.
Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las
órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a
abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la, muerte,
de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con
llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los
tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin
premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto,
a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Ha¡ Feng ¿yo, ahora, iba a morir?
Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente
ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres
en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí… El casi
intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad
de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a
Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) Pênsé que ese guerrero
tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso
lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y
ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés)
aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la
deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi
voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel
hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en
1
Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática
al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su
muerte. (Nota del Editor.)Ficciones
Jorge Luis Borges
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Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín,
examinando infinitamente periódicos… Dije en voz alta: «Debo huir». Me incorporé sin
ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome.
Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos- me hizo revisar
mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar: el reloj norteamericano, la
cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves
inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir
inmediatamente (y que no destruí), una corona, dos chelines y unos Pêniques, el lápiz
rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para
darme valor. Vagamente Pênsé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos
mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de
transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
»Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que
nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por
Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de
ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra -un hombre modesto- que para
mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora
fue Goethe… Lo hice, porque yo sentía que el jefe temía un poco a los de mi raza -a los
innumerables antepasados que confluyen en mí-. Yo quería probarle que un amarillo podía
salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían
golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo,
bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero
juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el
hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo
que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con
lentitud voluntaria y casi Pênosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para
una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y
cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el
andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con
fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un
hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard
Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido
cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba
empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por
cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que
esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa
diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o
muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era
hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que
no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más
atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: «El ejecutor
de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir
que sea irrevocable como el pasado». Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya
muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la
noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo.
Nadie gritó el nombre de la estación. «¿Ashgrove?», les pregunté a unos chicos en el
andén. «Ashgrove», contestaron. Bajé. »Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de
los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó: «¿Usted va a. casa del Ficciones
Jorge Luis Borges
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doctor Stephen Albert?» Sin aguardar contestación, otro dijo: «La casa queda lejos de
aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada
del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones
de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental,
arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
»Por un instante, Pênsé que Richard Madden había Pênetrado de algún modo mi
desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de
siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para
descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos; no en vano
soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder
temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y
para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a
esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era
insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto
perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé
borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados
y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pênsé en un laberinto de
laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que
implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino
de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El
vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que
eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino
bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica
se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia.
Pênsé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros
hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua,
ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda
y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda
casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había
aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un
timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos
anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la
luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y
dijo lentamente en mi idioma:
»-Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda
querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»-¿El jardín?
»-El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»-El jardín de mi antepasado Ts’ui Pén.
»-¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de
libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos
manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía
Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un Ficciones
Jorge Luis Borges
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fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos
siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia…
» Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos
afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino;
después me refirió que había sido misionero en Tientsin «antes de aspirar a sinólogo».
»Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto
reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard
Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
»-Asombroso destino el de Ts’ui Pên -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia
natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros
canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un
libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso
lecho, de los banquetes y aun de la erudición, y se enclaustró durante trece años en el
Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino
manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego;
pero su albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»-Los de la sangre de Ts’ui Pên -repliqué- seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo
he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En
cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto…
»-Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»-¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo…
»-Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro
inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los
pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría
una vez: «Me retiro a escribir un libro». Y otra: «Me retiro a construir un laberinto». Todos
imaginaron dos obras; nadie Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón
de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho
puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pênmurió; nadie, en las
dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me
sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del
problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que
fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
» Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y
renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y
cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y
fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: «Dejo a
los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan». Devolví en
silencio la hoja. Albert prosiguió:
»-Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede
ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un
volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar
indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las mil y una
noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a
referir textualmente la historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la
noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,
hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un Ficciones
Jorge Luis Borges
47
capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me
distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los
contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el
manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: «Dejo a los
varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan». Casi en el acto
comprendí; El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase «varios
porvenires (no a todos)» me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el
espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada
vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las
otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta -simultáneamente- por todas. Crea, así,
diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las
contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su
puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede
matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden
morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el
punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto
convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles
usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable,
leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con
algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo
capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una
montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y
logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el
que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y
logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un
imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla
occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento
secreto: «Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada,
resignados a matar y a morir».
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible,
intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente
coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más intima y que ellos de
algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»-No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo
verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En
su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable.
Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no
se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclamaba -y
harto lo confirma su vida- sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica
usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo
trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que
no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo.
¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stepheri Albert
me dijo: Ficciones
Jorge Luis Borges
48
»-En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»-La palabra ajedrez.
»-Precisamente -dijo Albert-, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme
adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la
mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a
perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que
prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He
confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los
copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído
restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea
una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se
bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui
Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo
uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa
de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se
aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las
posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no
yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara,
usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado
muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
»-En todos -articulé no sin un temblor- yo agradezco y venero su recreación del jardín
de Ts’ui Pên.
»-No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia
innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que
rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas
eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé
los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre;
pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero
y era el capitán Richard Madden.
»-El porvenir ya existe -respondí-, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la
carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la
espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó
sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
» Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la
horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la
ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que
propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera
asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi
problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y
que no hallé otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede
saber) mi innumerable contrición y cansancio.» Ficciones
Jorge Luis Borges
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Artificios
(1941)Ficciones
Jorge Luis Borges
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Prólogo
Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las que forman
el anterior. Dos, acaso, permiten una mención detenida: La muerte y la brújula, Funes el
memorioso. La segunda es una larga metáfora del insomnio. La primera, pese a los
nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue
de Toulon es el Paseo de julio; Triste-le-Roy, el hotel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez
no leyó, el tomo undécimo de una enciclopedia ilusoria. Ya redactada esa ficción, he
pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza
podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la
primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en México; la tercera,
en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro
vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó
la forma de mi cuento?
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944
Posdata de 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del Fénix, El
Fin. Fuera de un personaje -Recabarren- cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste,
nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del último; todo lo que hay en él
está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo
menos, en declararlo. En la alegoría del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho
común -el Secreto- de una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca;
no sé hasta dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor
cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos
novelescos y también de otro modo.
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, Léon Bloy,
forman el censo heterogéneo de los,autores que continuamente releo. En la fantasía
cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto influjo del último.
JORGE LUIS BORGES Ficciones
Jorge Luis Borges
51
Funes el memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en
la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano,
viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de
la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente
remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo
cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana
de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz;
la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora.
Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que
todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y
sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi
deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio
en el Uruguay-,cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo
esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para
él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los
superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo»; no lo discuto, pero no hay que
olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray
Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.
Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad.
Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el
cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la
esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una
especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos
veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos
en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como
por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el
cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó
imprevisiblemente: «¿Qué horas son, Ireneo?» Sin consultar el cielo, sin detenerse, el
otro respondió: «Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». La
voz era aguda, burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la
atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo
local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas
rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.
Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que
algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un
domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la
quinta de los Laureles. Ficciones
Jorge Luis Borges
52
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El
ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y,
finalmente, por el «cronométrico Funes». Me contestaron que lo había volteado un
redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado Tullido, sin esperanza.
Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo
lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca
de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me
dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una
telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia
hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo
vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una,
inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un
oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del
latín. Mi valija incluía el De vires illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los
comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que
excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un
pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos
libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro
encuentro, desdichadamente fugaz, «del día siete de febrero del año ochenta y cuatro»,
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año,
«había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó», y me solicitaba el
préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario «para la buena
inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín». Prometía devolverlos en
buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del
tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una
broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a
descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más
instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad
Parnassum, de Quicherat, y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente,
porque mi padre no estaba «nada bien». Dios me perdone; el prestigio de ser el
destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la
contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación
de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda
posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaba el Gradus y el primer tomo de
la Naturales historia. El Saturno zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche,
después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no
menos pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió.
Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a
oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el
patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad
pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en
latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o
plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las
creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de ese noche, supe que
formaban el primer párrafo del vigesimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis Ficciones
Jorge Luis Borges
53
historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron «ut nihil
non iisdem verbis redderetur auditum».
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando.
Me parece que no le vi la cara hasta el alba creo rememorar el ascua momentánea del
cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y
de la enfermedad de mi padre.
Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno e que ya lo sepa el lector)
no tiene otro argumento que ese diálogo d hace ya medio siglo. No trataré de reproducir
sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que
me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi
relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa
noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos d memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis historia: Ciro, re de los persas, que sabía llamar por su
nombre a todos los soldado de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la
justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia;
Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con
evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa
tarde lluviosa e: que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristiano: un
ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción
exacta del tiempo, su memoria de nombre propios; no me hizo caso.) Diecinueve años
había vivido con quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi
todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable
de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco
después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la
inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos
y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del
amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un
libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que
un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no
eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc.
Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había
reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había
requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido
todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y también: «Mis sueños son como la
vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de
basuras». Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son
formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las
aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego
cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo
velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no
había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que
nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo
postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o
temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Ficciones
Jorge Luis Borges
54
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en
muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado
una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los
treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola
palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En
lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) «Máximo Pérez»; en lugar de siete mil
catorce, «El Ferrocarril»; otros números eran «Luis Melián Lafinur», « Olimar», «azufre»,
«los bastos», «la ballena», «el gas», «la caldera», «Napoleón», «Agustín de Vedia». En
lugar de quinientos, decía «nueve». Cada palabra tenía un signo particular, una especie
de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de
voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que
decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en
los «números» El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso
entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes
proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general,
demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada
monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir
cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por
cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable,
la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún
de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los
números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos,
pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso
mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas.
No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos
dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y
catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto
de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.
Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes
discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la
fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido
espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.
Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los
hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y
la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el
infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es
distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada
grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos
importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un
goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había
casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla
homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el
tundo del río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin
embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. Ficciones
Jorge Luis Borges
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La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve
años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que
Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras
(que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el
temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
1942 Ficciones
Jorge Luis Borges
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La forma de la espada
A E. H. M.
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un
lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en
Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no
quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la
historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no
faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban
empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la
par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo.
Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del
mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido,
trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica
flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental,
abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algún folleto, no recibía
correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo
Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi
aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés; acudí a la menos perspicaz
de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de
Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era
irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las
cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el
desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron.
Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o
qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó;
durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz
habitual:
-Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio,
ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el
portugués:
-Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que
conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven
dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten en los mares o en el
desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, Ficciones
Jorge Luis Borges
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en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron
con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos
republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para
nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa
mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las
enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y
en otras peces y montañas… En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de
Munster: un tal John Vincent Moon.
»Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión
de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no
sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar cualquier
discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo
son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico.
Afirmaba que la revolución está predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman
sólo pueden interesarle causas perdidas… Ya era de noche; seguimos disintiendo en el
corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me
impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía:
dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
»Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o
después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en
una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de una cabaña
incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi
camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y
como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía
Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la
pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una
descarga de fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste,
mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
»En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste
(a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en
Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en
perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban
la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia
del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían
perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos.
Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran
interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su
«herida» era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
»-Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
»Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar
como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
»Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un
severo interrogatorio sobre los «recursos económicos de nuestro partido revolucionario».
Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que la situación era grave. Hondas
descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los
compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a
Moon tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un
doloroso espasmo en el hombro. Ficciones
Jorge Luis Borges
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»Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se
cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el
cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los
hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género
humano; por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo.
Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los
hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra
no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos
nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el penúltimo, cuando los nuestros
irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que
fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del
crepúsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso:
la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de
estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. «El arma que prefiero es la artillería», me
confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos.
También solía denunciar «nuestra deplorable base económicá’, profetizaba, dogmático y
sombrío, el ruinoso fin. «C’est une affaire flambée» murmuraba. Para mostrar que le era
indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o
mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes
silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi
tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquí en el cual los soldados
interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza… Yo había salido cuando
el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba
con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí
mi nombre; después que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me
arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente
vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
»Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de
negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa
muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé antes de que los
soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa
media luna de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre.
Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su
menosprecio.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
-¿Y Moon? -le interrogué.
-Cobró los dineros de judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un
maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz
blanquecina.
-¿Usted no me cree? -balbuceó-. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi
infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo
he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme. Ficciones
Jorge Luis Borges
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1942 Ficciones
Jorge Luis Borges
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Tema del traidor y del héroe
Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes misterios) y
del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este
argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes
inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me
fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de
Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico… Ha transcurrido, mejor dicho, pues
aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al
empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El
narrador se llama Ryan; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus
Kilpatrick, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de
Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a
semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra
prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado
y soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del
crimen son enigmáticas; Ryan, dedicado a la redacción de una biografía del héroe,
descubre qué el enigma rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un
teatro; la policía británica no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese
fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras
facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar
hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que
examinaron el cadáver del héroe hallaron una carta cerrada que le advertía el riesgo de
concurrir al teatro, esa noche; también julio César, al encaminarse al lugar donde lo
aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que
iba declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia,
vio en sueños abatida una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos
rumores, la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la
torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido
en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un
Sho the Platonic Year
Whirls out new right and wrong
Whirls in the old instead;
All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W B. YEATS, The TowerFicciones
Jorge Luis Borges
61
conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de
líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Condorcet; en las morfologías
que propusieron Hegel, Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran
desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da
horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa
que antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos laberintos
circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en
otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que
conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare,
en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era
suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible… Ryan
indaga que en 1814, James Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del
héroe, había traducido al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio
César. También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre los
Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de
actores y que reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas donde
ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días antes del fin, Kilpatrick,
presidiendo el último cónclave, había firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo
nombre ha sido borrado. Esta sentencia no condice con los piadosos hábitos de Kilpatrick.
Ryan investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra
descifrar el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los
actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas
noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la
rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. Fergus
Kilpatrick había encomendado a James Nolan el descubrimiento de ese traidor. Nolan
ejecutó su tarea: anunció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick.
Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a
muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no
perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a Kilpatrick; la más
tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que
hizo de la ejecución del traidor el instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió
que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias
deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que
apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de
redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la
múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William
Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César. La pública y secreta
representación comprendió varios días. El condenado entró en Dublín, discutió, obró, rezó,
reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria,
había sido prefijado por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el
rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron
perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda. Kilpatrick,
arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez
enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose Ficciones
Jorge Luis Borges
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en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de
funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un balazo anhelado entró en el pecho
del traidor y del héroe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre,
algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos;
Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con
la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan… Al cabo de
tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la
gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto. Ficciones
Jorge Luis Borges
63
La muerte y la brújula
A Mandie Molina Vedia
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno
tan extraño -tan rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de
sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los
eucaliptos. Es verdad que Erik Lonnröt no logró impedir el último crimen, pero es
indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de
Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red
Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había
jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrt se
creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta
de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord -ese alto prisma que domina el estuario
cuyas aguas tienen el color del desierto-. A esa torre (que muy notoriamente reúne la
aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la
apariencia general de una casa mala) arribó el día 3 de diciembre el delegado de Podólsk
al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos
grises. Nunca sabremos si el Hótel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación
que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de
opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin
esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente
el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy
pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del
Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por
teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo
hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa
anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le
había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas,
fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el
problema.
-No hay que buscarle tres pies al gato -decía Treviranus, blandiendo un imperioso
cigarro-. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo.
Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el
ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
-Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no
tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede
prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado,
interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación
puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón. Ficciones
Jorge Luis Borges
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Treviranus repuso con mal humor:
-No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que
apuñaló a este desconocido.
-No tan desconocido -corrigió Lönnrot-. Aquí están sus obras completas. -Indicó en el
placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la
filosofia de Robert Flood una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del
Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre
el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró
con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
-Soy un pobre cristiano -repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo
tiempo que perder en supersticiones judías.
-Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías -murmuró
Lönnrot.
-Como el cristianismo -se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era
miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de
escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot, se abstuvo de sonreír: Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le
hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a
la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las
enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las
virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de
que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de
cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo, la
eternidad -es decir, el conocimiento inmediato- de todas las cosas que serán, que son y
que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los
hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los
Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre -el Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische
Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres
de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había
dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot,
habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que
han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una
edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y vacío de
los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes
que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre
emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada
profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había
unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó… Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se
dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad
se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno Ficciones
Jorge Luis Borges
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de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas
que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido
identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales
del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en
ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo
era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal,
pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el teléfono
resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz
gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar,
por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de
Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la
comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en
carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la
Rue de Toulon -esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel
y los vendedores de biblias-. Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan,
antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última
persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que
acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón
le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos
del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente
de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le
pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No
salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el
bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo
ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron
que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y
nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas,
irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos,
pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish -él en voz baja,
gutural, ellos con voces falsas, agudas- y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora
bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros.
Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las
mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos
veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los
tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín
garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca
estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario,
un libro en latín -el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden- con varias notas Ficciones
Jorge Luis Borges
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manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse
el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios
testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando
pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
-¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la
disertación trigésima tercera del Philologus: «“Dies Judaeorum incipit a solis occasu
usque ad solis occasum die¡ sequentis”. Esto quiere decir -agregó-: “El día hebreo
empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer”».
El otro ensayó una ironía.
-¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
-No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la
Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico;
Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables de un pogrom clandestino y
frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos»; la Yidische Zaitung
rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, «aunque muchos espíritus
penetrantes no admiten otra solución del triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros
del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de
ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el
sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad,
arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el 3 de marzo no habría
un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hótel
du Nord eran «los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico» ; el plano
demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación
ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot
-indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el
tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también…
Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula
completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de
adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
-Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido
resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar
muy tranquilos.
-Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
-Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
-Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles
Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi
cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras.
Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran
los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado
cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach;
Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach.
Después, la desechó… Virtualmente, había descifrado el problema; las meras Ficciones
Jorge Luis Borges
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circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios),
apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de
sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un
triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció
cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes
desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot,
echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte,
vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el
mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos
que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el
oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del
Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal
estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo
ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio
con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón
entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas
rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías
y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un
segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se
abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra
monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo
el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya
intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había
otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el
triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías
salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a
antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir
o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias
alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en
tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de
porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el
último, la casa le pareció infinita y creciente. «La casa no es tan grande -pensó-. La
agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la
soledad.»
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges
de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y
vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo
desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
-Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.
-Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto? Ficciones
Jorge Luis Borges
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Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si
alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una
fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
-No -dijo Scharlach-. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace
tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi
hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el
vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me
arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a
mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos,
dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de
convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: «Todos los caminos
llevan a Roma». De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el
mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque
fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel
cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches
yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los
espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo
he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del
siglo xvtii, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
»El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos
colegas -entre ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos
traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa
el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el
dormitorio de Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir.
Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había
escrito ya las palabras: «La primera letra del Nombre ha sido articulada». Azevedo le
intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las
fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento
reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar… A
los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de
Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky Leí la Historia de la secta de los
Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la
doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en
busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos… Comprendí
que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a
justificar esa conjetura.
»Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo «sacrificio»
elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo «sacrificio» nos convenía un
lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un
impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo
apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la
pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
» El tercer «crimen» se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero
simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé
(suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de
Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos
escribió en un pilar «La última de las letras del Nombre ha sido articulada». Esa escritura
divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, Ficciones
Jorge Luis Borges
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intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que
es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto
prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el Nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras;
los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto
pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el
día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de
cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría
el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el
lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para
atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos
turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal,
casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un
pájaro. Lönnrot, consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y
periódicas.
-En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es
una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede
perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o
cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un
tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos.
Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino.
Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
-Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que consta
de una sola línea recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
1942 Ficciones
Jorge Luis Borges
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El milagro secreto
La noche del 14 de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga,
Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la
eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con
un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida
había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio,
pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en
una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias
hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por
las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez.
En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes.
Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la
Zeltnergasse. Era el amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en
Praga.
El 19, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo 19, al atardecer, Jaromir
Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta
del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno
era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma
dilataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928 había traducido el
Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había
exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius
Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que,
fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron
para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran
a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día 29 de marzo, a las nueve a.m. Esa
demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de
obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado
la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se
redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas.
No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las
variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la
misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de
Y Dios lo hizo morir durante cien años y
luego lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día -respondió.
Alcorán, 11, 261Ficciones
Jorge Luis Borges
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muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por
soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras,
desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas
ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo,
Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó
que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que
prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia,
inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que
esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo
en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día 29;
razonaba en voz alta: «Ahora estoy en la noche del 22; mientras dure esta noche (y seis
noches más) soy invulnerable, inmortal». Pensaba que las noches de sueño eran piletas
hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la
definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El 28,
cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas
consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo
escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo
midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa
le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de
Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción
del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal
vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades
que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado
modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del
universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las posibles
experiencias del hombre y que basta una sola «repetición» para demostrar que el tiempo
es una falacia… Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran
esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había
redactado una serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron
en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese
pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos.
(Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad,
que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en
Hradcany; en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del
siglo xix. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un
reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una
apasionada y reconocible música húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no
conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos
visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio -primero
para los espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos,
conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en
el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez
la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt… Los
peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar
a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las
incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un Ficciones
Jorge Luis Borges
72
instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el
reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae una
apasionada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que
pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el
espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha
ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o
admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más
apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar
(de manera simbólica) lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y
alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla
continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aún le
faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. «Si de
algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los
enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero
un año más. Otórgame esos días, Tú de quien son los siglos y el tiempo.» Era la última
noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del
Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: «¿Qué busca?». Hladík le
replicó: «Busco a Dios». El bibliotecario le dijo: «Dios está en una de las letras de una de
las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los
padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola». Se
quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un
atlas. «Este atlas es inútil», dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de
la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua
le dijo: « El tiempo de tu labor ha sido otorgado». Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito
que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver
quién las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y
pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de
fierro. Varios soldados -alguno de uniforme desabrochado- revisaban una motocicleta y la
discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que
esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un
montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la
espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por
humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados
hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la
mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau…
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la
descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron
al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones
preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík
y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban
inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del
patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Ficciones
Jorge Luis Borges
73
Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba
paralizado. No le. llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó «estoy en el
infierno, estoy muerto». Pensó «estoy loco». Pensó «el tiempo se ha detenido». Luego
reflexionó que, en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a
prueba: repitió (sin mover los labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que
los ya remotos soldados compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le
asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al
cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su
mejilla perduraba la, gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del
cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro «día» pasó, antes que
Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su
omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo germánico, en
la hora determinada, pero en su mente un año trascurría entre la orden y la ejecución de
la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación
a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que
agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan
párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas
preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto
laberinto invisible. Rehízo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado
evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba.
Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el
patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del
carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a
Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita,
no de la palabra sonora… Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo
epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido,
movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el 29 de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.
1943 Ficciones
Jorge Luis Borges
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Tres versiones de Judas
En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides
publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles
deficientes, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual, uno de los
conventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego; su
nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores, entre Satornilo y Carpócrates;
algún fragmento de sus prédicas, exornado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber
adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca
monástica devoró el último ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo xx
y la ciudad universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och
judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay versión
alemana, ejecutada en 1912 por Emil Schering; se llama Der heimliche Heiland.)
Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que Nils
Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En un
cenáculo de París o aun de Buenos Aires, un literato podría muy bien redescubrir las tesis
de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serán ligeros ejercicios inútiles de la
negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio
central de la teología; fueron materia de meditación y de análisis, de controversia
histórica y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su
vida. Quienes recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las
conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que la
conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo
no creído por él o cuya prédica no le importa?
La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido,
años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: «No una cosa, todas
las cosas que la tradición atribuye a judas Iscariote son falsas» (De Quincey, 1857).
Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que judas entregó a Jesucristo para
forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma;
Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar
la superfluidad del acto de judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un
maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos
de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió.
There seemed a certainty in degradation.
T E. LAWRENCE, Seven Pillars of
Wisdom, CIII Ficciones
Jorge Luis Borges
75
Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable es admitir un hecho
casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de
judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía
de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la
ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a
la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en
representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue
ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible
propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía
rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y a ser huésped del fuego que
no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra
corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las
incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De allí los treinta
dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aún más la Reprobación. Así
dilucidó Nils Runeberg el enigma de judas.
Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo acusó de
ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la herejía de los
docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de contradecir
el tercer versículo del capítulo veintidós del evangelio de San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente reescribió el
reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el terreno teológico y
propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que Jesús, «que disponía de los
considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer», no necesitaba de un hombre
para redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos
del inexplicable traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos
para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para
resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 7-8; Lucas 9: 1). Un varón a
quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus
actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6)
es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un hiperbólico
y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la
carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de
los cielos, como otros, menos heroicamente, al placer.1
Premeditó con lucidez terrible sus
culpas. En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación; en el homicidio, el
coraje; en las profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas
culpas no visitadas por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación.
Obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: « El que
se gloria, gloríese en el Señor» (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno, porque la
dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino y
que no deben usurparlo los hombres.2
Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos de Runeberg
está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera perversión o
1
Borelius interroga con burla: «¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Porqué no a renunciar a renunciar?».
2
Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de Canudos, Antonio Conselheiro, la
virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó,
en la hoja simbólica Sju insegel, un asiduo poema descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los hechos de un
tumultuoso día; las úttimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la perduración de esa agua silenciosa
corrige nuestra inútil violencia y de algún modo la permite y la absuelve. El poema concluye así: «El agua de la selva es
feliz; podemos ser malvados y dolorosos».Ficciones
Jorge Luis Borges
76
exasperación de Kristus och_judas. A fines de 1907, Runeberg terminó y revisó el texto
manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo entregara a la imprenta. En octubre de
1909, el libro apareció con un prólogo (tibio hasta lo enigmático) del hebraísta
dinamarqués Erik Erfjord y con este pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue
hecho por él, y el mundo no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es
complejo, si bien la conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser
hombre para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el
sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a
la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.1
Afirmar que fue hombre y que fue
incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas
no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación,
hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará
como raíz de tierra sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el
último de los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 2-3),
es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para algunos
(verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura que el consenso
vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no de un momento sino de
todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del Verbo hecho carne. Dios
totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo.
Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la
historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue
judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los incrédulos
la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico; los teólogos la
desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa
confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra
Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era llegada la hora: Sintió que estaban
convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas; recordó a Elías y a Moisés, ,que en la
montaña se taparon la cara para no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos
vieron a Aquel cuya gloria llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino
de Damasco; al rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero
Juan de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que
abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto Nombre de
Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa la blasfemia contra
el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio Sorano murió por haber
divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito castigo sería el suyo, por haber
descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios?
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de
Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el
Infierno.
1
-Maurice Abramowicz observa: «Jésus, d’aprés ce scandinave, a toujours le beau rôle; ses déboires, grâce à la science des
typographes, jouissent d’une réputabon polyglotte; sa résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu’une
villégiature». Erfjord, en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de Dios no
ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la eternidad. Judas, ahora, sigue
cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue arrojando las monedas de plata en el templo; sigue
anudando el lazo de la cuerda en el campo de sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del
primer tomo de la Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík) Ficciones
Jorge Luis Borges
77
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los heresiólogos tal
vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del
mal y del infortunio.
1944 Ficciones
Jorge Luis Borges
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El fin
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra
pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se
enredaba y desataba infinitamente… Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas
que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de
lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana,
se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo.
Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del
catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos
acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de
cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto.
Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las
horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado.
La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la
pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de
yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza
de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con
exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis
como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el
presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna
era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le
preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que
no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un
rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se
agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete que venía, o parecía venir, a la casa.
Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del
hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas
varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al
palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise
mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas. Ficciones
Jorge Luis Borges
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-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una
caña y la paladeó sin concluirla.
-Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les
dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino
ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
-Con el otoño se van acortando los días.
-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
-Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual
a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó
las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su
coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi
hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como
un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo
dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una
música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió
pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el
vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.
Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el
pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de
justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había
matado a un hombre. Ficciones
Jorge Luis Borges
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La secta del Fénix
Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la derivan de la
restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV, alegan
textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos egipcios, pero ignoran, o quieren
ignorar, que la denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro y que las
fuentes más antiguas (las Saturnales o Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente
de la Costumbre o de la Gente del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos
de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he
tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix,
pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa
acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos
pronuncian.
Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los
gitanos. En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie
de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes,
caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer
felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o
hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que
no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas;
los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios… Martín Buber declara que
los judíos son esencialmente patéticos; no todos los sectarios lo son y algunos abominan
del patetismo; esta pública y notoria verdad basta para refutar el error vulgar
(absurdamente defendido por Urmann) que ve en el Fénix una derivación de Israel. La
gente más o menos discurre así: Urmann era un hombre sensible; Urmann era judío;
Urmann frecuentó a los sectarios en la judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió
prueba un hecho real. Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los
sectarios en un medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que
se parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del mundo. Son
todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan Francisco Amaro, de
Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.
He dicho que la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es verdad, pero
como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del Fénix, también es cierto que
no hay persecución o rigor que éstos no hayan sufrido y ejecutado. En las guerras
occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo
banderas enemigas; de muy poco les vale identificarse con todas las naciones del orbe.
Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria
común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra,
diversos de color y de rasgos, una sola cosa -el Secreto- los une y los unirá hasta el fin de
sus días. Alguna vez, además del Secreto hubo una leyenda (y quizá un mito
cosmogónico), pero los superficiales hombres del Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan
la oscura tradición de un castigo. De un castigo, de un pacto o de un privilegio, porque las
versiones difieren y apenas dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la Ficciones
Jorge Luis Borges
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eternidad, si sus hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado
los informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe de que
el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los sectarios. El rito
constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se transmite de generación en generación,
pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los hijos, ni tampoco los sacerdotes; la
iniciación en el misterio es tarea de los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un
pordiosero hacen de mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto
en sí es trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la
cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse también.) No
hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un
sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El Secreto es sagrado pero no deja de ser
un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y aun clandestino y los adeptos no hablan de él.
No hay palabras decentes para nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo
nombran o, mejor dicho, que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho
una cosa cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque
sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas hay poemas
escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el crepúsculo de la noche; son, de
algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir. «Orbis terrarum est speculum Ludi» reza
un adagio apócrifo que Du Cange registró en su Glosario. Una suerte de horror sagrado
impide a algunos fieles la ejecución del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos
se desprecian aún más. Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes deliberadamente
renuncian a la Costumbre y logran un comercio directo con la divinidad; éstos, para
manifestar ese comercio, lo hacen con figuras de la liturgia y así John of the Rood
escribió:
Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios
Es deleitable como el Corcho y el Cieno.
He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que
el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aún es más extraño)
increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos.
Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes
del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los
fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo. Ficciones
Jorge Luis Borges
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El Sur
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y
era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era
secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente
argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de
línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la
discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica)
eligió el de ese antepasado romántico o de muerte romántica. Un estuche con el
daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje
de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de
algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur,
que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los
eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y
acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea
abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio
preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones.
Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las mil y una
noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y
subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente: ¿un murciélago, un
pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que
se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que
alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la
madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz.
La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar
pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo
hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba
que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una
tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio
de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el
coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al
fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la
cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta-la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se
despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y
noches que siguieron a la operación, pudo entender que apenas había estado, hasta
entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de
frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus
necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con
estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que
había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de
su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían Ficciones
Jorge Luis Borges
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dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que
estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado
al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La
primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo
natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la
mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran
como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con
un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba
las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla
del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solfa repetir que
ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo
y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el
llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente
que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme
gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí
estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente; la probó (ese
placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que
aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el
hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la
eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio
con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y
sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y una noches. Viajar con este
libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha
había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de
jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó
poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran,
quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La
felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro
y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos
veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
«Mañana me despertaré en la estancia», pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos
hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro,
encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin
revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los
terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que
parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura.
También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su
directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y
literario. Ficciones
Jorge Luis Borges
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Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol
intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría
en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el
andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra
del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni
otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna
manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La
soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y
no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le
advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y
apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no
trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías
quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo
tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a
unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol,
pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la
noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba
despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien
ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de
una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann,
adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido
con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la
jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann
resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann,
al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como
una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las
aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico
y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con
satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripa y la bota de potro y se dijo,
rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos,
que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo,
pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo
sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto.
Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco
soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la
otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes,
bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara.
Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una
bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra
bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo
que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara Ficciones
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arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el
patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas
palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los
peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y
lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les
preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras y
obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó, e invitó a
Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado.
En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del
Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur
hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y
sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La
segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar
que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su
esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para
adentro. «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas», pensó.
-Vamos saliendo -dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al
atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo,
hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del
sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o
soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la
llanura. Prólogo…………………………………………………………………………………………………………….. 2
EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN………………………………………………………………………………………………….5
Prólogo………………………………………………………………………………………………………………………………………………6
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius ……………………………………………………………………………………………………………………7
El acercamiento a Almotásim………………………………………………………………………………………………………………16
Pierre Menard, autor del Quijote…………………………………………………………………………………………………………20
Las ruinas circulares ………………………………………………………………………………………………………………………….26
La lotería en Babilonia……………………………………………………………………………………………………………………….30
Examen de la obra de Herbert Quain……………………………………………………………………………………………………34
La Biblioteca de Babel ……………………………………………………………………………………………………………………….38
El jardín de los senderos que se bifurcan………………………………………………………………………………………………43
ARTIFICIOS……………………………………………………………………………………………………………………………………………49
Prólogo…………………………………………………………………………………………………………………………………………….50
Funes el memorioso……………………………………………………………………………………………………………………………51
La forma de la espada ………………………………………………………………………………………………………………………..56
Tema del traidor y del héroe ……………………………………………………………………………………………………………….60
La muerte y la brújula ………………………………………………………………………………………………………………………..63
El milagro secreto ……………………………………………………………………………………………………………………………..70
Tres versiones de Judas………………………………………………………………………………………………………………………74
El fin ………………………………………………………………………………………………………………………………………………..78
La secta del Fénix………………………………………………………………………………………………………………………………80
El Sur……………………………………………………………………………………………………………………………………………….82

El jardín de senderos que se bifurcan- Jorge Luis Borges

Jorge Luis Borges
(1899–1986)

El jardín de senderos que se bifurcan
(El jardín de senderos que se bifurcan (1941;
Ficciones, 1944)

A Victoria Ocampo

         En la página 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en laHochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“… y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a brazar y agradecer este milagroso favor: el descubirmiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí… El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi gasrganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la dehiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania… Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos… Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: viviía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe… Lo hice, porque yosentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recurdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüi que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignarña cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mentras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén.Ashgrove, contestaron. Bajé.
Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eeso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberintode laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes , olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines,cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
—Veo que el piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de los senderos que se bifurcan-
Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín e mi antepasado Ts’ui Pên.
—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia…
Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
—Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
—Los de la sangre de Ts’ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto…
—Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo…
—Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo eñ admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jatdín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Refelxioné un momento y repuse:
—La palabra ajedrez.
—Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cadda uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imágen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todasla posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravezar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên.
—No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisbles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusierona Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.

[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orde de arrestro, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)

Poemas de Nicanor Parra

Advertencia al lector. Fragmento

“Advertencia al
lector” es la introducción en el texto de las voces contestatarias de varios
hipotéticos “detractores” y “amigos lectores”, a las que el autor se pone a
rebatir con sus propios argumentos:
Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna
parte:
“¡Las risas de este libro son falsas!”, argumentarán mis
detractores,
“Sus lágrimas, ¡artificiales!”
“En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza”
“Se patalea como un niño de pecho”
“El autor se da a entender a estornudos”.
Conforme: os invito a quemar vuestras naves,
Como los fenicios pretendo formarme mi propio
alfabeto.
“¿A qué molestar al público entonces?”, se preguntarán
los amigos lectores:
“Si el propio autor empieza por desprestigiar sus
escritos,
¡Qué podrá esperarse de ellos!”.
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanaglorio de mis limitaciones,
Pongo por las nubes mis creaciones. (Parra 33-34)

 

Los pájaros de Aristófanes
Enterraban en sus propias cabezas
Los cadáveres de sus padres.
(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante)
A mi modo de ver
Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia
¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores
lectores! (Parra 34)

Nicanor Parra

Cronos:
En Santiago de Chile
Los
días
son
interminablemente
largos:
Varias eternidades en un día.
Nos desplazamos a lomo de mula
Como los vendedores de cochayuyo:
Se bosteza. Se vuelve a bostezar.
Sin embargo las semanas son más cortas
Los meses pasan a toda carrera
Y losañosparecequevolaran

Nicanor Parra

DISCURSOS DE SOBREMESA, 2006 [Fragmento]
Nicanor Parra
I
HASTA AQUÍ LOS DISCURSOS HAN SIDO BUENOS
Pero largos
El mío será malo qué duda cabe
Pero corto
Me propongo pasar a la reserva
Como el orador + lacónico de la tribu
Para decirlo todo de una vez
Advertiré que mi discurso consta de una sola palabra:
Gracias señor Rector
Es un honor muy grande para mí
Inmerecido por donde se mire:
En esto sí que soy intransigente

La camisa de fuerza (1962) aparece el siguiente poema:

Últimas instrucciones
estos no son coqueteos imbéciles
háganme el favor de Velarme Como Es Debido
dáse por entendido Que en la reina
al aire libre –detrás del garage
bajo techo no andan los velorios
Cuidadito CON velarme en el salón De Honor De la universidad
o en la Caza del Ezcritor
de esto no cabe la menor duda
malditos sean si me velan ahí
mucho cuidado con velarme ahí
Ahora bien –ahora mal- ahora
vélenme con los siguientes objetos:
un par de zapatos de fútbol
una bacinica floreada
mis gafas negras para manejar
un ejemplar de la Sagrada Biblia.
Gloria al paDre
gloria al hijo
gloria al e.s.
vélenme con el Gato Dominó.
la voluntad del muerto que se cumpla
Terminado el velorio
quedan en LiberTad de acciÓn
ríanse –lloren- hagan lo que quieran
eso sí que cuando choquen con una pizarra
guarden un mínimo de compostura:
en ese hueco negro vivo yo.

Nicanor Parra

Test
Un bofetón al rostro
del presidente de la Sociedad de Escritores.

Nicanor Parra

Ecopoemas (1982):
EL MUNDO ACTUAL?
EL inMUNDO ACTUAL!

Nicanor Parra

Guatapiques (1983)
Algo para leer con los ojos abiertos
En estos días que parecen noches
En estas noches que parecen murciélagos
Algo para leer en 4 patas
(…)
Asesinato de Manuel Rodríguez
“ “ los hermanos Carrera
“ “ Pedro Juan y Diego Portales
Pobre fantasma de la libertad
Es un hecho que la historia se volverá a repetir
Como se ha repetido tantas veces
Si los interesados no se deciden a sacarse las gafas oscuras
El arcoiris tiene 7 colores
Y no uno solo como pretenden algunos.

Nicanor Parra

Chistes para desorientar a la
poesía (1983):
TODO
ES POESÍA
menos la poesía.

Nicanor Parra